LA POLÍTICA QUE SE SOSTIENE

Por Fernando Ortega, el Berguedá, Catalunya

Finanzas, ética y narrativa en las organizaciones que aspiran a durar

Cuando el relato ya no alcanza, la coherencia financiera, la pulcritud ética y la honestidad interna se convierten en la única forma de liderazgo posible.

En los partidos políticos, el verdadero poder no se mide en discursos ni en seguidores, sino en algo más simple y más difícil de fingir: cómo gestionan sus recursos, cómo cuidan su moral interna y cómo se cuentan a sí mismos lo que son y lo que aspiran a ser.

Las organizaciones que se rompen nunca lo hacen de golpe; se agrietan primero por dentro. Y esas grietas casi siempre empiezan en tres lugares: las finanzas, la ética y el manejo del poder.

Cuando la caja habla: las finanzas como termómetro moral

Hay una verdad incómoda que cualquier militante de base aprende tarde o temprano: no hay política limpia con finanzas sucias. Un partido puede tener el mejor programa del mundo, el discurso más inspirador y la militancia más entregada, pero si la gestión económica es opaca, improvisada o orientada a sostener liderazgos en vez de proyectos, la organización está condenada a la fragilidad.

Las cuentas no son solo números: son decisiones. Qué se prioriza, a quién se protege, dónde se recorta, qué se comunica y qué se esconde. Y sobre todo, quién asume responsabilidades cuando toca hacerlo.

En una organización sana, el presupuesto es un mapa visible, comprensible y compartido. Los ingresos y los gastos no son armas arrojadizas, sino una herramienta de planificación estratégica.

Cuando esto sucede, la militancia confía, el proyecto avanza y cada euro invertido se convierte en un acto político en sí mismo.

Pero también existe lo contrario. Modelos donde la caja se utiliza como blindaje personal, donde los números se esconden o se “interpretan”, y donde la narrativa de la escasez se instrumentaliza para justificar decisiones que nada tienen que ver con la realidad económica. Esos partidos acaban convertidos en estructuras que funcionan financieramente como si fueran asociaciones improvisadas, pero políticamente como si fueran monarquías informales. Y ambos mundos, tarde o temprano, colisionan.

La política, al final, siempre devuelve lo que recibe. Y una organización que no cuida su solvencia ni su transparencia terminará pagando un precio mayor que cualquier deuda: la pérdida de credibilidad.

Ética interna: lo que no se ve, pero se siente

La ética política no se mide en declaraciones públicas, sino en la forma en que una organización trata a su gente.

Cómo se habla a quienes sostienen el proyecto. Cómo se reparte el trabajo. Cómo se gestionan los conflictos. Cómo se ejercen los liderazgos cuando nadie está mirando.

La ciudadanía siempre percibe lo que un partido intenta ocultar. Y la militancia todavía más.

Hay malas praxis demasiado frecuentes en el ecosistema político: la invisibilización de cuadros que no se alinean con quien manda, el uso del aparato para premiar lealtades en vez de capacidades, la manipulación emocional como herramienta de control, la estética del sacrificio personal para justificar decisiones poco éticas, la teatralización del compañerismo mientras se practica el desgaste interno.

Ninguno de estos comportamientos crea organización; solo crea un clima donde la gente deja de confiar en su propio partido. Y cuando esa fractura emocional ocurre, la política se convierte en obediencia, no en compromiso.

Por eso la ética organizativa no puede ser un complemento ni un eslogan: debe ser la columna vertebral del proyecto. Cuando existe, todo fluye; cuando no, todo se envenena. Y ningún relato, por épico que sea, compensa esa herida.

Estética, discurso y coherencia: la parte visible del carácter

Toda organización tiene una estética, incluso cuando cree que no la tiene. Está en su forma de comunicar, en la transparencia con la que explica decisiones, en la manera en que mira a la gente a la cara cuando las cosas van mal.

La estética política no es maquillaje; es carácter traducido en forma. Es aquello que permite a la ciudadanía saber si una organización respira calma o ansiedad, si transmite autoridad o inseguridad, si proyecta confianza o caos.

Un partido puede gritar su honestidad, pero si su estética comunica tensión, improvisación o sectarismo, el mensaje pierde fuerza. Puede reivindicarse como moderno, pero si actúa con viejas dinámicas, el relato se desploma.

Puede presumir de horizontalidad, pero si la comunicación es unidireccional, la estética traiciona el discurso. La coherencia estética es la prueba del algodón: si lo que dices no coincide con cómo lo dices, la ciudadanía lo nota.

Y cuando la estética se alinea con la ética interna y la solvencia financiera, sucede algo poderoso: el proyecto se vuelve creíble incluso antes de abrir la boca.

Poder y proyecto: dónde se define de verdad quién eres

Toda organización política enfrenta la misma tentación: confundir el proyecto con las personas que lo lideran. Cuando eso ocurre, la estructura empieza a deformarse. El poder deja de ser una herramienta para defender ideas y empieza a ser un patrimonio personal.

La estrategia se adapta a la supervivencia del liderazgo, no a las necesidades del país o del territorio. La crítica interna se convierte en amenaza, no en motor de mejora.

La ciudadanía huele todo esto desde lejos. Y la militancia lo vive desde dentro.

Por eso las organizaciones que perduran no son las que tienen líderes fuertes, sino las que tienen culturas políticas fuertes. Culturas que reparten responsabilidades, que educan en la discrepancia, que permiten el relevo y premian el pensamiento crítico antes que la obediencia.

No se trata de ser perfectos, sino de ser adultos políticamente: aceptar límites, prever tensiones, cuidarse por dentro para ser útiles por fuera. Una organización madura sabe que el poder no se acumula: se administra. No se protege: se justifica. Y no se sacraliza: se comparte.

Pedagogía, coherencia y futuro

La política no necesita partidos impecables, pero sí partidos honestos. No necesita héroes, sino estructuras responsables.

No necesita discursos, sino coherencia entre lo que se dice, lo que se hace y lo que se tolera.

Finanzas limpias, ética interna sólida, estética coherente y manejo responsable del poder no son lujos: son el mínimo imprescindible para construir proyectos que puedan mirar a la gente a los ojos sin bajar la mirada.

El futuro pertenece a las organizaciones que entienden que la transparencia es poder, la ética es estrategia y la coherencia es liderazgo. Las que asumen que sin una cultura política limpia, todo lo demás es humo.

Porque al final, una organización solo puede ofrecer al país la misma calidad moral con la que se gobierna a sí misma. Y la política, cuando se hace bien, no es un espectáculo: es una promesa cumplida.

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