Por Fernando Ortega de El Berguedá, Catalunya
Por qué el trumpismo no es una anomalía, sino el síntoma de un mundo que ha cambiado — y qué debería aprender la izquierda
Donald Trump no ha irrumpido en la política mundial como un accidente histórico ni como una excentricidad pasajera. Su regreso al centro del poder expresa algo más profundo: un cambio de fase. Un mundo menos estable, menos mediado por instituciones y más gobernado por la fuerza, el conflicto y el liderazgo directo.
Entenderlo no es justificarlo.
Es el punto de partida imprescindible para pensar cualquier alternativa.Donald Trump gobierna —y disputa el mundo— desde una lógica sencilla y eficaz: concentración del poder ejecutivo, confrontación permanente, debilitamiento de intermediarios y uso instrumental del Estado.
No hay en ello una gran sofisticación doctrinal, pero sí una lectura certera del tiempo político que habitamos.Trump no confía en las instituciones como garantes del equilibrio; las ve como obstáculos.
No busca consensos duraderos; busca bloques movilizados. No aspira a un orden internacional estable; opera en un escenario de relaciones bilaterales, presión directa y correlación de fuerzas.
Su política no se apoya en la promesa de un futuro mejor, sino en la gestión del miedo, el resentimiento y la urgencia.Este enfoque no crea el nuevo mundo, pero lo acelera.
¿Quién gana en el mundo que Trump empuja?En este escenario, hay actores que se adaptan mejor que otros.
Ganan las derechas nacional-conservadoras, porque entienden la política como conflicto y no como mediación. Su relato es simple, su liderazgo reconocible y su disposición a confrontar constante.
No necesitan consensos amplios; les basta con consolidar un bloque leal.Ganan también determinadas élites económicas —extractivas, rentistas o altamente concentradas— que operan cómodamente en entornos arbitrarios, donde la relación directa con el poder pesa más que la estabilidad normativa.
La desregulación selectiva y el trato preferente sustituyen a las reglas comunes.
Y ganan, en el plano internacional, los regímenes autoritarios o iliberales. El trumpismo reduce el coste reputacional del autoritarismo: menos presión en derechos humanos, menos exigencia moral, más pragmatismo desnudo.
El mensaje implícito es claro: cada cual gobierna como puede y como quiere. ¿Quién pierde?Pierden las instituciones multilaterales diseñadas para un mundo de reglas compartidas. No desaparecen, pero pierden centralidad. Sin poder coercitivo real, su capacidad de ordenar el sistema se diluye. Pierde el progresismo cultural desligado de una base material sólida. Cuando el Estado se vuelve hostil y el conflicto se intensifica, los avances basados solo en consenso normativo retroceden con rapidez.Y pierde, de forma especialmente significativa, la socialdemocracia clásica.
No porque carezca de valores, sino porque su arquitectura política está pensada para otro tiempo: uno de crecimiento, negociación y pactos estables. En un mundo de urgencias, polarización y decisiones rápidas, su capacidad de orientar el rumbo es limitada. Puede amortiguar impactos, pero no define la dirección.
El error de lectura: Trump como anomalía.
Durante años, buena parte de la izquierda ha interpretado fenómenos como el trumpismo como desviaciones temporales, anomalías corregibles o regresiones irracionales.
Ese diagnóstico tranquiliza, pero es falso. Trump no es un paréntesis. Es un síntoma.Y aquí aparece una clave histórica que conviene abordar sin nostalgia ni caricatura. El revisionismo y sus límitesA finales del siglo XIX, Eduard Bernstein planteó una revisión del marxismo que marcaría el devenir de la izquierda europea: abandonar la ruptura revolucionaria, apostar por reformas graduales, integrar a la clase trabajadora en la democracia liberal y suavizar el conflicto estructural.
En su contexto, fue una apuesta eficaz.
Fue ampliamente aceptada por el establishment, daba esperanza, canalizaba las demandas de la izquierda tradicional, evitando así riesgos de revolución violenta. Funcionó mientras el capitalismo pudo reformarse, repartir y estabilizarse.El problema no fue el revisionismo.
El problema fue convertirlo en dogma permanente.Durante décadas, esa lógica fue hegemonizando a la izquierda institucional incluso cuando las condiciones que la hacían viable desaparecían: desindustrialización, financiarización, debilitamiento sindical, crisis ecológica y erosión del Estado.
El conflicto estructural no desapareció; simplemente dejó de ser politizado desde la izquierda.Trump no es la negación del revisionismo.
Es la prueba de sus límites históricos.
Cuando la izquierda dejó de nombrar el conflicto, el conflicto regresó por otro lado. Cuando renunció a pensar el poder, otros lo ejercieron sin complejos. Cuando confundió estabilidad con neutralidad, perdió capacidad de respuesta ante un mundo que se volvía más duro. No ideología, sino lectura del mundoEste diagnóstico no busca vender una ideología cerrada ni resucitar viejos catecismos.
Parte de una premisa más incómoda: las soluciones políticas solo pueden construirse a partir de una lectura honesta de la realidad, no de la fidelidad a esquemas heredados.
Trump no triunfa porque tenga mejores valores, sino porque ofrece respuestas —discutibles, injustas, a menudo peligrosas— a un mundo de incertidumbre, miedo y pérdida de control.
La izquierda no puede limitarse a denunciarlo moralmente. Tiene que comprender por qué funciona. ¿Qué bases debería reconstruir la izquierda?Si la izquierda quiere disputar este tiempo, necesita algo más que un cambio de discurso. Necesita una reconfiguración estratégica profunda.
Primero, recuperar una teoría del poder. No basta con gestionar el Estado; hay que entender dónde se ejerce hoy el poder real: en los flujos de energía, datos, vivienda, alimentos y tiempo político.
Segundo, asumir el conflicto como parte inevitable de la política. No para glorificarlo, sino para decidir dónde, cuándo y para qué confrontar. Renunciar al conflicto no lo elimina; lo deja en manos del adversario.
Tercero, reordenar prioridades. Lo material —trabajo, vivienda, seguridad vital, cuidados— no puede ser un apéndice de lo simbólico. Sin base material, ningún avance cultural es sostenible.
Cuarto, construir liderazgos claros sin caer en el caudillismo. La dispersión y el miedo al liderazgo debilitan frente a adversarios que concentran poder y relato.
Y quinto, volver a pensar en mayorías imperfectas. La política no es afinidad moral, sino construcción conflictiva de bloques sociales. Hablar solo a los convencidos es una forma elegante de perder.
Un cierre necesario.
El mundo que emerge no es más justo ni más amable. Es más inestable, más explícito en sus conflictos y menos dispuesto a sostener consensos automáticos. Donald Trump no lo ha creado, pero lo ha entendido mejor que muchos.
La izquierda aún puede intervenir en este tiempo. Pero solo si acepta que el ciclo anterior ha terminado y que pensar soluciones exige, antes que nada, pensar el mundo tal como es, no como nos gustaría que fuera.
No se trata de volver atrás.Se trata de volver a pensar.Fernando Ortega, el Berguedá, Cataluña.
