LOS MONTES Y LA NAVAJA.

Fernando Ortega, el Berguedá, Cataluña.

En los montes de España nació una justicia distinta, la del pueblo que se negaba a arrodillarse. Hombres y mujeres perseguidos, hambrientos, pero libres. Les llamaron bandoleros, pero en realidad fueron los primeros insurgentes: los que se echaron al monte cuando la dignidad no cabía en la ley.

Nos enseñaron, a través del cine, a admirar a Billy el Niño, a Pat Garrett, a Jesse James…Nos hablaron de pistoleros, de duelos al amanecer, de hombres que vivían al margen de la ley pero dentro del mito.Sin embargo, pocas veces nos contaron que nosotros también tuvimos a nuestros propios héroes.

No salían en las películas, no lucían sombreros ni revólveres relucientes.Vivían escondidos en los montes, perseguidos, hambrientos, empujados por la injusticia y la necesidad. A esos hombres —y también a mujeres— la historia los llamó bandoleros. Pero detrás de ese nombre había algo más que un forajido: había un campesino despojado, un jornalero que se negó a rendirse, un soldado que regresó de la guerra y encontró su tierra en manos ajenas.

No robaron por ambición, sino por hambre o por dignidad. Y a veces, incluso, para hacer justicia allí donde la justicia no llegaba.

Nos enseñaron a admirar al forajido americano, pero nunca a mirar a nuestros propios rebeldes.

Ellos no buscaban gloria, buscaban respeto.No querían ser libres a solas, querían que el pueblo lo fuera con ellos.

Por eso hoy, más que recordarlos, quiero rendirles homenaje.Porque su historia —la del bandolero bueno— es, en el fondo, la historia de un pueblo que no se resignó.

Dicen que el bandolerismo nació del monte, pero en realidad nació del desamparo.De los campesinos sin tierra tras las desamortizaciones del siglo XIX, cuando el Estado vendió las tierras comunales y eclesiásticas prometiendo progreso y solo trajo miseria. Miles de familias campesinas, que vivían de esas tierras colectivas, fueron expulsadas y condenadas al jornal o a la mendicidad.

También nació de los soldados olvidados, de quienes lucharon en guerras que no eran suyas —de independencia, carlistas o coloniales— y regresaron a un país que los abandonó.Veteranos sin paga, sin trabajo, sin esperanza: hombres con experiencia en el monte y el fusil, pero sin un lugar en la sociedad.Y nació del campesinado andaluz y castellano, sometido al latifundio, donde la ley castigaba al pobre por sobrevivir y protegía al rico por explotar.

En ese mundo sin justicia, el monte se convirtió en refugio y trinchera.Ahí está Diego Corrientes, el generoso, que robaba a los poderosos para aliviar al campesino y acabó ajusticiado en Sevilla, desmembrado como escarmiento.

José María “El Tempranillo”, que empezó a los quince años y terminó siendo protector de viudas y jornaleros; el propio rey lo indultó, temeroso de su fama entre el pueblo.

María “La Guerrillera”, que combatió disfrazada de hombre en las partidas del sur y fue leyenda entre quienes nunca habían visto a una mujer empuñar el trabuco.

Y Serrallonga, el bandido catalán que se alzó contra los abusos feudales, símbolo del campesino libre que no se doblega ante el señor.

También Lucía de la Mora, que alimentaba a los perseguidos, escondía fugitivos y hacía del coraje una forma de amor.Todos ellos compartían un mismo destino: vivir fuera de la ley, pero dentro de la justicia del pueblo.

El bandolerismo fue más que un fenómeno social: fue la respuesta desesperada a un país sin horizonte. Donde la miseria era norma y la dignidad delito, algunos eligieron la navaja y el monte como último acto de rebeldía. Fueron perseguidos, calumniados y, con el tiempo, olvidados por la historia oficial.

Pero el pueblo los siguió cantando, y el canto los volvió inmortales.

Hoy, cuando la injusticia adopta nuevos rostros —la precariedad, la desigualdad, el abuso—, quizás deberíamos mirar de nuevo hacia los montes. Porque allí, entre la maleza y la memoria, sigue viva la dignidad de quienes no aceptaron su destino.

Y porque mientras haya abuso, siempre habrá quien se eche al monte,aunque el monte, ahora, sea otro: el de las calles, las fábricas, las redes, las voces que no se callan.

Fernando Ortega,
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