Ni siquiera Adolfo Hitler tuvo el mal gusto de celebrar en público la inauguración de una cárcel. Pues, tal práctica se ha puesto de moda en la política actual, ya lo hizo Nayid Bukele en El Salvador y acaba de hacerlo Donald Trump, en el sur de la Florida.
La descripción de la prisión no puede ser más macabra. El “Alcatraz de los caimanes”, como se le conoce, consiste en un conjunto de grandes tiendas de campaña situadas bajo un sol abrazador, en medio de un inmenso pantano, infestado de caimanes, mosquitos y cobras, que se espera “colaboren” con la guardia de los prisioneros.
¿Qué tipo de persona puede merecer tal nivel de ensañamiento, sin despertar la compasión del resto de la sociedad? La respuesta es aún más sorprendente: se trata de inmigrantes, atrapados en la lógica perversa que ha regido la evolución social de Estados Unidos.
Ningún factor ha contribuido más al desarrollo de ese país que el capital humano aportado por la inmigración. Nada hubiese sido posible sin el aporte de aquellas personas que llegaron de todas partes, para tratar de convertirse, a veces sin suerte, en “americanos”, como se llaman a sí mismos los estadounidenses, obviando al resto del continente.

Apenas un 1,5 por ciento de la población norteamericana actual desciende de los grupos aborígenes. Cerca de cien millones de personas han llegado en diversas oleadas de inmigrantes, la más nutrida de la historia de la humanidad, conformando una mezcla muy diversa de nacionalidades y culturas, que incluye a europeos, asiáticos, latinoamericanos y africanos, en este caso, traídos al país de manera forzada, en calidad de esclavos.
El 13,5 po ciento de la población actual, calculada en unos 300 millones de personas, nació fuera del país. Sin embargo, la sociedad norteamericana no se ha caracterizado por facilitar la inclusión de los extranjeros y la historia de la inmigración es una historia de rechazos y abusos, donde ha funcionado la pauta retorcida de convertir a los discriminados en discriminadores.
Las razones de este comportamiento hay que buscarlas en la economía. Aunque la inmigración ha suministrado la fuerza de trabajo requerida para la agricultura, la industria y los servicios del país, contribuido al balance demográfico y aportado a la cultura nacional de muchas maneras, la economía capitalista exige que esto se realice en las peores condiciones para los inmigrantes, toda vez que, de esta manera, es como más contribuye al abaratamiento de la fuerza de trabajo.
Mediante la desvalorización del salario, la inmigración es un factor que incrementa la tasa de ganancia de los empresarios, que es el objetivo primario de los empleadores. Sin embargo, educado en una cultura que rinde culto a las virtudes del capitalismo, el común de los estadounidenses no descarga su furia contra el patrón, sino contra el inmigrante, que es el eslabón más débil de la cadena.
Esto ocurre sobre todo en ciertas ramas de la economía, donde los inmigrantes compiten con la fuerza laboral establecida, debido a que no se requiere de altos niveles de calificación para desarrollar una labor determinada. La competencia es desigual, dado que el inmigrante proviene de circunstancias tan precarias y su situación es tan desesperada, que acepta trabajar en condiciones inaceptables para el resto de los trabajadores del país.

Es incierto, como dicen algunos, que los inmigrantes no perjudican a los trabajadores establecidos, ya que realizan los trabajos que estos no quieren realizar. No es un problema de “gusto”, lo que ocurre es que estamos en presencia de valores distintos de la fuerza de trabajo, dígase la satisfacción de las necesidades existenciales de los trabajadores y las de sus familias, que en el caso de los nativos exigen mayores compensaciones y mejores condiciones de trabajo para “reproducirse como clase”, al decir de Carlos Marx.
Cuando el inmigrante logra establecerse en el país, en condiciones de igualdad con el resto de los trabajadores, como ha ocurrido de manera gradual en la historia de Estados Unidos, se incrementa el valor de su fuerza de trabajo, así como su capacidad para defenderse de los abusos de los empleadores. También se convierte en una “fuerza política”, en la medida en que accede a la capacidad de votar y entra en el juego de la “democracia” norteamericana.
Por eso hay tanta resistencia a agilizar el proceso de legalización de los indocumentados, mejorar el estatus de los que ingresan al país de manera legal y ofrecer facilidades para la inserción social de estas personas. Lo que conviene al capital es que estén muy “j…..” y mientras menos derechos se le concedan, mejor para los empresarios.
El límite de este juego es el volumen de la inmigración, en relación con la estructura de la oferta de empleo. Tampoco la economía norteamericana puede aceptar el incremento indiscriminado de los inmigrantes sin alterar el funcionamiento del tejido social, sobre todo cuando se aprecian cambios en las ofertas de empleo, como resultado de la propia globalización capitalista.
Lo que refleja la cruzada antiinmigrante de Donald Trump es el deterioro de la economía norteamericana y su incapacidad para recibir nuevos inmigrantes, sin afectar las condiciones de vida de la llamada clase media blanca, base social del modelo político.
Por muy atroz que sea, la política antinmigrante de Donald Trump cuenta con el apoyo de sectores muy amplios de la sociedad norteamericana y va imponiéndose a través de todas las estructuras de poder, incluyendo al Congreso y el aparato judicial, en especial la Corte Suprema.
No hay que ser una mala persona, un “blanco fascista” o un xenófobo racista para, en estas condiciones, percibir al inmigrante como el intruso que viene a robar el puesto de trabajo, un enemigo de los trabajadores, tipos sin dignidad y decoro, exponentes de todos los vicios que se le atribuyen y merecedor del peor de los tratos.
Incluso esto ocurre en personas cuya experiencia inmigratoria o la de sus familias es muy reciente y han logrado mejorar su estatus legal en el país. No tiene que sorprendernos, entonces, que muchos latinos hayan votado por Donald Trump. Parafraseando a Bill Clinton: “es la naturaleza del sistema, estúpido”.
Fuente: Cubadebate; Autor: Jesús Arboleya Cervera