Por Fernando Ortega, redaccion en el Berguedá, Cataluña .
Vigencia analítica, desajuste histórico y dilemas de supervivencia política.
Durante décadas se dio por sentado que la izquierda tradicional había sido superada por la historia. Demasiado rígida, demasiado anclada en un mundo industrial desaparecido, incapaz de adaptarse a la democracia liberal y a la complejidad del capitalismo avanzado.
Sin embargo, el giro autoritario global, la concentración del poder y la erosión democrática obligan a revisar esa certeza. La pregunta ya no es si aquella izquierda tenía razón, sino si el mundo que emerge puede prescindir de lo que supo ver antes que nadie.
Un debate mal planteado.
Buena parte del debate contemporáneo sobre la izquierda se formula desde un error de origen: se discute su vigencia en términos morales o identitarios, cuando el problema es histórico y estratégico. No se trata de decidir si la izquierda tradicional —la situada a la izquierda del revisionismo— era “mejor” o “peor” que sus alternativas reformistas, sino de evaluar si las condiciones que la hicieron posible, y las que la dejaron al margen, siguen operando hoy.
La tentación habitual es doble.
Por un lado, la nostalgia: presentar a la izquierda no revisionista como una víctima de la traición reformista o del paso del tiempo. Por otro, el desdén: tratarla como un residuo ideológico incapaz de entender la complejidad del presente. Ambas posiciones evitan lo esencial. La primera congela el pasado; la segunda lo clausura sin entenderlo. Pero el mundo político actual, marcado por el conflicto abierto, el debilitamiento institucional y la concentración del poder, obliga a reabrir la cuestión con más rigor y menos comodidad.
Qué entendemos por izquierda tradicional
Conviene delimitar el objeto con precisión. Por izquierda tradicional no hablamos de una estética, ni de una generación, ni siquiera de un conjunto cerrado de organizaciones.
Nos referimos a la izquierda que, históricamente, se situó a la izquierda del revisionismo: aquella que rechazó la integración plena en el capitalismo reformado y se negó a reducir la política a la gestión de lo existente.
Es la tradición que asumió el conflicto como estructural, no como anomalía; que entendió el poder como algo que se disputa, no como una instancia neutral; y que concibió la transformación social como una tarea política consciente, no como un subproducto automático del progreso.
Ahí conviven tradiciones diversas —marxismo no reformista, Luxemburg, Lenin, comunismo histórico— con tensiones internas evidentes. No se trata de idealizarlas ni de ofrecerlas como modelo cerrado, sino de reconocer que compartían un marco común: el rechazo a la neutralización del conflicto como condición de estabilidad.
Donde acertó (y sigue acertando) La izquierda tradicional fue derrotada en el terreno político, pero no en el analítico. En algunos puntos fundamentales, su lectura del mundo ha resultado notablemente resistente al paso del tiempo.
El primero es el conflicto. La promesa de un capitalismo capaz de integrar, redistribuir y estabilizarse indefinidamente se ha mostrado ilusoria.
Las crisis no han sido accidentes, sino rasgos estructurales. La desigualdad no se ha corregido sola. El poder no se ha disuelto en redes horizontales; se ha concentrado.
El segundo es la naturaleza del poder. Frente a la idea de instituciones neutrales y mercados autorregulados, la izquierda tradicional entendió que el poder económico, político y simbólico tiende a acumularse y a protegerse.
Esa intuición resulta hoy difícil de discutir en un mundo dominado por grandes plataformas, finanzas desreguladas y Estados cada vez más ejecutivos.
El tercero es la fragilidad de la democracia sin base material. La extensión de derechos formales no garantiza su permanencia si no se sostiene sobre condiciones de vida estables. Cuando la seguridad material se erosiona, la democracia se vuelve vulnerable. La historia reciente no ha hecho sino confirmarlo.
En estos puntos, la izquierda tradicional no solo no se equivocó: fue ignorada cuando tenía razón.
El desajuste histórico.
Sin embargo, acertar en el diagnóstico no basta para intervenir con eficacia. El problema central de la izquierda tradicional no fue su análisis, sino su desajuste progresivo respecto a las condiciones reales de acción política.
El sujeto que articulaba su estrategia —la clase trabajadora industrial organizada— se fragmentó, se precarizó y perdió centralidad simbólica. No desapareció, pero dejó de funcionar como bloque político coherente.
La explotación continuó, pero ya no adoptó formas fácilmente reconocibles ni organizables desde los marcos clásicos. Al mismo tiempo, el poder dejó de concentrarse exclusivamente en el Estado-nación.
Finanzas globales, cadenas de suministro, plataformas tecnológicas y flujos de datos desbordaron los espacios tradicionales de soberanía. Tomar el Estado siguió siendo relevante, pero dejó de ser suficiente.
Por último, las crisis dejaron de abrir ventanas emancipadoras claras. Lejos de generar conciencia y ruptura, produjeron miedo, repliegue y demanda de orden. La expectativa de que el colapso del sistema engendraría automáticamente alternativas progresistas se reveló errónea.
La izquierda tradicional no fue derrotada por un enemigo más fuerte, sino desbordada por un mundo que ya no respondía a sus supuestos operativos.
El giro a la derecha como síntoma, no como refutaciónEl actual giro a la derecha suele presentarse como la prueba definitiva del fracaso de la izquierda no revisionista. En realidad, es una confirmación ambigua.
El conflicto que esa izquierda nunca dejó de señalar ha regresado con fuerza. Lo que ha cambiado es quién lo organiza políticamente.
Las derechas contemporáneas han entendido algo esencial: la política no es consenso permanente, sino disputa. Ofrecen identidad, orden y protección selectiva en un mundo percibido como hostil. Lo hacen de forma regresiva y excluyente, pero eficaz. La paradoja es evidente.
Aquella izquierda que insistió en que el conflicto no desaparece dejó de ser quien lo articulaba. Otros ocuparon ese espacio con menos complejos y menos límites democráticos. Esto no invalida el núcleo de su análisis, lo vuelve incómodo porque obliga a reconocer que tener razón no garantiza capacidad de dirección histórica.
¿Desaparecer o transformarse?
Llegados a este punto, la pregunta es inevitable: ¿está la izquierda tradicional llamada a desaparecer? La respuesta exige matices, como proyecto hegemónico tal como fue concebido, sus límites son evidentes, no puede simplemente reaparecer, ni replicar sus formas organizativas, ni esperar que los sujetos y los tiempos del pasado regresen.
Esa vía conduce al testimonialismo o a la pureza impotente, pero como matriz crítica y estratégica, su desaparición sería un empobrecimiento político profundo, sin ella, el conflicto queda en manos de quienes lo explotan sin intención emancipadora.
La alternativa no es entre revolución clásica y gestión reformista, sino entre conflicto democratizado y conflicto reaccionario. La cuestión, por tanto, no es conservar la forma, sino traducir el contenido. Mantener la centralidad del poder, del conflicto y de lo material, sin quedar atrapados en esquemas históricos agotados.
Lo que no debe hacer.
Si quiere tener algún papel en el mundo que se avecina, la izquierda tradicional debe evitar varias trampas recurrentes.
La primera es refugiarse en la pureza ideológica, convertirse en conciencia crítica sin poder puede preservar la coherencia interna, pero renuncia a la intervención real.
La segunda es esperar condiciones “objetivas” que ya no se presentan de forma clara. La historia no ofrece escenarios limpios; ofrece conflictos desordenados.
La tercera es repetir formas organizativas que funcionaron en otro tiempo. La fidelidad a los métodos no es garantía de eficacia.
Y la cuarta es confundir radicalidad con marginalidad.
La radicalidad política se mide por la capacidad de alterar correlaciones de fuerza, no por la distancia respecto al centro.Una pregunta que no se puede esquivar.
El mundo que se avecina no es más estable ni más justo, es más explícito en sus conflictos y menos dispuesto a sostener consensos automáticos, en ese escenario, la izquierda tradicional ya no ocupa el centro del tablero. Pero tampoco ha sido refutada por la historia.
La pregunta decisiva no es si esa izquierda tiene futuro tal como fue, probablemente no. La pregunta incómoda es otra: si el futuro puede prescindir de todo lo que ella entendió antes que nadie, porque cuando el conflicto regresa y la democracia se vuelve frágil, no tener una teoría del poder no es neutral. Es dejar el terreno libre a quien sí está dispuesto a ejercerlo.No se trata de volver atrás.Se trata, una vez más, de volver a pensar.
