Por Roberto San Martín, España-Argentina
A estimulante discusión, reverdecida estos años, en torno a la cultura latinoamericana ha llevado a destacar la genuinidad de las herencias indígenas indoamericanas o africanas y a señalar las distancias o, si se quiere, las «simpatías» y las «diferencias» con «Occidente». Esto último es imprescindible, pues si no son europeos, sí son en cambio, como dijo el chileno Alejandro Lipschuptz, «europoides». Pero hay otra fuerte herencia que casi nos atrevemos a llamar intermedia : ni indígena ni, en rigor, «occidental», sino a lo más «paleoccidental»: la herencia ibérica.
Que una parte de la cultura americana proviene de fuente española, es obvio. Es mucho más que la lengua lo que se recibió de España. Pero incluso en la lengua se revela la forma peculiar como ocurrió esa recepción. Ramón Menéndez Pidal, al hablar de la unidad del idioma, explicó : «Hay, podemos decir, dos tipos de lengua española culta, como hay dos tipos de inglés : uno europeo y otro americano, distintos fundamentalmente por algunas peculiaridades de pronunciación».
Esa diferencia visible (o, mejor, audible), que también puede llamarse riqueza, no implica, por suerte, riesgo de fragmentación de nuestro idioma, ya que «los pueblos en que se fraccionó el Imperio español se comunican hoy entre sí mucho más que cuando formaban un solo Estado». La unidad del idioma, pues, sin mengua de los enriquecimientos que cada zona le aporta, se ha conservado. Más allá de la lengua la situación es, desde luego, mucho más compleja.
A los hispanoamericanos les gusta repetir, en relación con los españoles, que no descendemos de los que quedaron, sino de los que vinieron, cuyos hijos dejaron ya de ser españoles para hacerse, primero, criollos y luego, mezclados con otras etnias, latinoamericanos. Este planteo es lógico : hace más de dos siglos que la América española inició su separación política del maltrecho y decadente Imperio español, el cual perdería sus últimas posesiones americanas, Cuba entre ellas, en 1898.
Y, por otra parte, la primera definición de Hispanoamérica se hace en contrapunto con España y supone, necesariamente, señalar las diferencias con ésta : señalamiento complejo, en el que el énfasis en destacar lo que nos distingue de la vieja metrópoli, sin generar soluciones verdaderamente propias, ayudó a que muchos sucumbieran ante las propuestas de nuevas y voraces metrópolis : como si cambiar de amo, según advirtiera Martí, equivaliera a ser libres.
La asunción de tales propuestas «occidentales», que fascinaban a ciertos grupos hispanoamericanos ávidos de modernización, fue facilitada por el estado lamentable en que se encontraba España y la explotación inicua a que sometía a estas tierras donde surgían nuevas naciones ; pero a ello coadyuvó también el hecho de que España y lo español habían estado marcados, desde el siglo XVI, por una feroz campaña adversa que se ha dado en llamar la Leyenda Negra.
En apariencia, esta Leyenda Negra fue provocada por el compartible rechazo a los crímenes monstruosos cometidos en este Continente por los conquistadores españoles. Pero el menor respeto a la verdad histórica muestra que esto es sencillamente falso.
Los crímenes existieron, sí, y fueron monstruosos. Pero, vistos desde la perspectiva de los siglos transcurridos desde entonces, no más monstruosos que los cometidos por las metrópolis occidentales que sucedieron con entusiasmo a España en esta pavorosa tarea y sembraron la muerte y la desolación en todos los continentes. Si algo distingue a la conquista española no es la proporción de crímenes, en los que ninguna de aquellas naciones se deja aventajar, sino la proporción de escrúpulos.
Las conquistas realizadas por tales países tampoco carecieron de asesinatos ni de destrucciones ; de lo que sí carecieron fue de hombres como Bartolomé de las Casas, y de polémicas internas como las que encendieron los dominicos y sacudieron al Imperio español, sobre la legitimidad de la conquista : lo que no quiere decir que tales hombres, siempre minoritarios, lograran imponer sus criterios, pero sí que llegaron a defenderlos ante las más altas autoridades, y fueron escuchados y en cierta forma atendidos.
El ya citado Alejandro Lipschutz estima que «tal leyenda negra es ingenua; y. peor que eso, es maliciosa propaganda. Es ingenua, porque los conquistadores y primeros pobladores no son exponentes de la cultura moral del pueblo español ; y es maliciosa propaganda, porque en forma igualmente tremenda se han realizado, y todavía están realizándose, todas las conquistas de tipo señorial».
Y Laurette Séjourné confiesa : «Nos hemos dado cuenta también de que la acusación sistemática a los españoles desempeña un papel pernicioso en este vasto drama, porque sustrae la ocupación de América a la perspectiva universal a la cual pertenece, puesto que la colonización constituye el pecado mortal de toda Europa (…) Ninguna nación lo hubiera hecho mejor. (…) Por el contrario, España se singulariza por un rasgo de importancia capital : hasta nuestros días ha sido el único país de cuyo seno se hayan elevado poderosas voces contra la guerra de conquista».
Tales observaciones ayudan a entender las verdadera razones por las cuales se urdió y difundió contra España la Leyenda Negra, la cual, en efecto, «sustrae la ocupación de América a la perspectiva universal a la cual pertenece». Se ve así con toda claridad que, «en definitiva, la conquista y la colonización de América en el siglo XVI forman parte del fenómeno de aparición y consolidación del capitalismo». No es extraño, dado su origen, que la Leyenda Negra antiespañola encontrara lugar entre las formas variadas, y siempre inaceptables, del racismo. Quizás sea útil recordar una frase cuya formulación clásica se atribuye a Alejandro Dumas : «Africa empieza en los Pirineos». El sacrosanto Occidente muestra así su repugnancia por lo otro que no es él : y ese otro lo encuentra encarnado por excelencia en África. Aquí también la España tradicional se embarulla sin remedio. A la tonta simplificación según la cual «la España eterna» fue ocupada durante varios siglos por . los infieles árabes, a quienes al cabo logró arrojar de la Península, preservando la pureza de la fe cristiana y evitándole a Europa el contagio de la barbarie, mahometana, se sobrepone una verdad mucho más rica : en España convivieron durante siglos, y se influyeron mutuamente, fructuosamente, cristianos, moros y judíos, españoles todos.
La influencia de aquella sociedad árabe, «la más alta civilización existente en el mundo entre los siglos IX y XII», de aquella «cultura árabe que era muy superior a la latina», penetra, en efecto, en Europa a través de España, y vivifica el mortecino mundo cultural europeo : ‘se hace sentir en su filosofía, en su literatura, , en su ciencia, en su técnica, en sus cultivos, en sus hábitos ; en Santo Tomás, en Dante.
Pero España no sólo resulta ser, así, «eslabón entre la Cristiandad y el Islam» sino que, debido a la vastedad del mundo islámico, esta función de puente viene a ser aún más importante para Europa, al aportarle contribuciones, ya asimiladas por los árabes, de origen griego, y también indio o indopersa. Si se tiene en cuenta todo esto, se verá hasta qué punto es cierto no sólo que Africa sí empieza, felizmente, en los Pirineos sino que también empieza Asia ; y, además, cómo este hecho fertiliza (junto a muchos otros) a la entonces crepuscular cultura europea.
Se verá en qué medida la idea que Occidente propone de sí mismo como un nuevo pueblo de elección es tan falsa como todas las otras ¡deas similares a lo largo de la historia.
A Alejo Carpentier le gusta evocar el triste destino del pueblo caribe, una comunidad orgullosa y peleadora que ascendió desde la hoya del Orinoco hacia el mar al que daría su nombre y sus huesos al grito «Sólo el caribe es hombre», y, cuando empezaba a expandirse por el gran mar, se topó con las orgullosas y peleadoras velas españolas, cuyas cruces y espadas no decían otra cosa que lo que decían los caribes.
Esas velas, esas cruces y esas espadas, a su vez, resultaron tan frágiles como las flechas, los gritos y las canoas aborígenes, cuando empezó a desarrollarse en plenitud el implacable mundo capitalista, que echaría de lado a España y a su historia, a la que tanto debía sin embargo : desde creaciones filosóficas, artísticas, jurídicas o técnicas, hasta la entrada europea en América y la sangrienta extracción del oro y la plata que irían a parar a las ávidas manos de esos banqueros genoveses o alemanes que llamaban a los arrogantes nobles españoles, sarcástícamente, «nuestros indios».
Para Pierre Vilar la España de Velázquez es todavía prestigiosa ; inspira al ‘gran siglo’ francés. Hacia 1650, el castellano es la lengua noble en todas partes. En la Isla de los Faisanes los tapices de Versalles la vieja distinción de la corte castellana anula el lujo sin gusto de Luis XIV y de su séquito. Tendrá que pasar mucho tiempo para que las otras potencias europeas perdonen esa superioridad».
La «perdonarán» con la Leyenda Negra. ! ¿Será menester insistir en lo entrañable que nos es y nos será siempre esa otra España, la España popular y democrática, la España donde Las Casas y los grandes dominicos del siglo XVI, «el momento más brillante del pensamiento anticolonialista hispánico», defendieron noblemente a los primeros americanos ; la España donde pensaron Luis Vives y los erasmistas del siglo XVI, Servet, Suárez, Feijoo, Jovellanos, Blanco White e, incluso más allá de la independencia de casi toda Hispanoamérica, Larra, Pi y Margall, Costa, Iglesias, Cajal, algunos hombres del 98 y sobre todo Antonio Machado ; la España cuyo pueblo, en un proceso dramático, engendró descendientes rebeldes en nuestra América.
Con los ojos de esta España contemplamos una impresionante y compleja familia : el arte hispanoárabe, el Poema del Cid, el Arcipreste, La Celestina, el romancero y la novela picaresca, Garcilaso, Santa Teresa, Cervantes, San Juan, Góngora, Quevedo, Calderón; El Greco, Velázquez, Goya, Galdós, Unamuno, Baroja, Valle Inclán, Machado, Juan Ramón Jiménez, Picasso, Miró, Falla, Lorca, Alberti, Buñuel… ¿A santo de qué los inficionados por la Leyenda Negra van a venir a decirnos que los errores y los horrores de la conquista, española deben hacernos olvidar que esa es también una herencia nuestra, o hacernos avergonzar de ella? ¿Tiene algún sentido declarar inhabilitada la creación cultural de un país por los espantos que en un momento dado hayan cometido sectores de aquel país? ¿Acaso no admiramos, pese a la historia del colonialismo y del imperialismo, la obra de Shakespeare y de Virginia Woolf, de Whitman y de Hemingway, de Rabelais y de Malraux, de Pushkin y de Dostoyevski, de Goethe y de Brecht, de Dante y de Pavese?
La verdad es que nos llena de orgullo saber que aquella España también es americana, y que prescindir de ella no nos enriquecería : nos empobrecería lamentablemente.