¡DANZAD MALDITOS, DANZAD!

Por Fernando Ortega, el Berguedá, Cataluña.

Cuando el sistema baila sobre su propio abismo

Del salón de baile de Trump al colapso moral del capitalismo: una radiografía de un modelo que confunde éxito con supervivencia.

Mientras 42 millones de estadounidenses dependen del SNAP (Supplemental Nutrition Assistance Program), Donald Trump inaugura un salón de baile con más de 8000 m² en la Casa Blanca.

No es un gesto inocente, sino el símbolo de un poder que celebra mientras su pueblo agoniza.

El lujo como lenguaje del poder.

El expresidente, que vuelve a dominar la escena política estadounidense, encarna mejor que nadie esa mezcla de nostalgia imperial y frivolidad que suele preceder a los grandes derrumbes históricos. No hay mucha diferencia entre su baile bajo los candelabros y los banquetes de Versalles, o entre su corte mediática y la de Ferdinand e Imelda Marcos en Filipinas.

En todas esas escenas resuena el mismo eco: la desconexión total entre quienes dirigen el mundo y quienes lo sostienen. Trump no inaugura solo un espacio físico, sino un símbolo: el del poder que celebra mientras su pueblo ayuna.

Mientras el Congreso se paraliza ante el riesgo de un nuevo cierre de Gobierno, mientras millones de familias se debaten entre el alquiler y la comida, él instala su pista de baile como si el país entero fuera un escenario dispuesto a aplaudir su coreografía. Pero lo más inquietante no es el gesto en sí, sino la lógica que lo respalda.

El populismo del lujo es la nueva cara del capitalismo tardío: una estética del exceso que ya no necesita justificar su existencia, solo exhibirla. No gobierna para convencer, sino para humillar; no busca la adhesión del pueblo, sino su rendición simbólica. El espectáculo del poder se ha vuelto un sustituto del poder mismo.

La economía del hambre.

Los mercados, entretanto, siguen exigiendo sacrificios. En nombre de la eficiencia, se recortan ayudas sociales; en nombre de la competitividad, se abaratan salarios. Se nos dice que es inevitable, que la economía debe ajustarse como si la vida fuera una máquina. Pero esa máquina, sostenida sobre la precariedad, empieza a oxidarse.

Cuarenta y dos millones de personas que no pueden alimentarse sin ayuda pública no son solo una cifra: son el espejo roto de un país que ya no cree en su propio relato de prosperidad. Y también, como se ha dicho tantas veces, un ejército en potencia: el de los que no tienen nada que perder.

El capitalismo ha confundido la acumulación con el progreso. Cree que la riqueza solo existe cuando se concentra, cuando se mide en balances y no en bienestar. Sin embargo, el dinero que no circula deja de ser riqueza; se convierte en botín.

Si yo no tengo dinero para comprar, tú no tienes a quién vender. Si el trabajador empobrece, el mercado se asfixia. Y si el sistema entero se dedica a proteger al capital mientras abandona a la sociedad, el colapso no es una posibilidad: es una cita en el calendario.

Morir de éxito.

Estamos asistiendo, quizás, a una forma avanzada de suicidio del capitalismo: morir de éxito. Su gran triunfo —haber convencido al mundo de que no existe alternativa— es también su mayor trampa. Cuando todo se reduce al beneficio, el sistema deja de entender los límites que garantizan su propia supervivencia.

Destruye la confianza, devora el planeta, precariza a quienes lo hacen funcionar. Es una bestia que no puede dejar de correr, aunque cada zancada la acerque más al precipicio.No es la primera vez que ocurre.

Los imperios también murieron de éxito.

Roma creyó que su poder era eterno hasta que sus ciudadanos dejaron de defenderlo. Las monarquías absolutas se creyeron divinas hasta que sus súbditos descubrieron que podían ser ciudadanos. Hoy el capitalismo global vive su propio Versalles digital, un mundo de burbujas informativas, lujos obscenos y promesas rotas.

El gran peligro no es solo económico.

Es cultural, moral y político. Cuando el poder se celebra a sí mismo mientras el pueblo se desangra, algo se quiebra en el tejido de lo común. Y ese vacío no tarda en llenarse con discursos de odio, con nacionalismos de cartón piedra, con mesías que ofrecen venganza en lugar de justicia.

El eco del aplauso.

Quizás por eso, más que temer una revolución, deberíamos temer la indiferencia. Porque la historia demuestra que los sistemas no se derrumban solo por exceso de opresión, sino por falta de sentido. Un orden social puede soportar la desigualdad, pero no la farsa permanente.

Cuando la gente percibe que ya nada tiene valor fuera del dinero, cuando la política se convierte en teatro y el futuro en un lujo, se rompe el contrato invisible que mantiene en pie a las sociedades.Y en ese punto, el espectáculo deja de divertir.

Los aplausos se apagan.

Quedan los focos encendidos sobre un escenario vacío, mientras los bailarines siguen girando, sin música, sin público, sin propósito. El capitalismo, en su forma actual, parece atrapado ahí: bailando sobre su propio abismo, incapaz de detenerse porque detenerse sería reconocer que el ritmo se ha vuelto locura.

Puede que todavía haya esperanza si son capaces de cambiar el compás: si entienden que el valor de una economía no se mide por la riqueza que acumula, sino por la dignidad que reparte.

Porque ningún sistema puede sobrevivir bailando sobre el hambre de millones. Ningún líder puede gobernar eternamente sobre el dolor de su pueblo. Y ningún espectáculo, por grandioso que sea, puede durar cuando el público empieza a mirar hacia la salida.

Fernando Ortega, el Berguedá, Cataluña.

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