Por Fernando Ortega, el Berguedá, Catalunya
Este Martes, 23 de septiembre, el Congreso de los Diputados tumbó la proposición de ley presentada por PSOE y Junts para transferir a la Generalitat de Cataluña competencias en materia de inmigración.
Era la primera vez que se planteaba algo así en democracia, y el debate ya anticipaba la tormenta.La propuesta pretendía otorgar al Govern un marco de gestión propio sobre la acogida y los flujos migratorios, algo que hasta ahora ha sido competencia exclusiva del Estado. Sobre el papel, se trataba de un reconocimiento de autogobierno.
En la práctica, el texto adolecía de un problema central: no hablaba de migración en clave de derechos, sino de control.
En su exposición de motivos, el proyecto de ley describía la inmigración como un desafío para la convivencia, un elemento de presión sobre los servicios públicos y una fuente potencial de conflictividad. No mencionaba en ningún momento el valor económico, cultural o social de quienes llegan, ni la necesidad de garantizar su plena igualdad de derechos.
Se trataba de un discurso plagado de silencios incómodos, que normalizaba la idea de que el migrante es, ante todo, un problema.Ese marco narrativo no era anecdótico.
Al instalarlo en el BOE, se legitimaban los prejuicios y se blanqueaban los marcos discursivos de la extrema derecha, los mismos que convierten a las personas migrantes en chivo expiatorio de todos los males.
En lugar de abrir puertas a la inclusión, se consolidaban las bases para políticas restrictivas. En el debate, cada bloque se colocó en su lugar. PSOE defendió la iniciativa como un ejercicio de pragmatismo y diálogo territorial. Junts, como un paso histórico hacia el reconocimiento nacional de Cataluña.
ERC y Bildu optaron por acompañar, argumentando que la transferencia de competencias era un avance en la soberanía catalana y que la redacción del texto se podría corregir después. La derecha votó en contra, pero no por defender derechos migratorios, sino porque cualquier cesión a Cataluña es anatema en su discurso.
Y ahí apareció la soledad incómoda de Podemos. La formación morada rechazó la propuesta porque entendió lo que estaba en juego: no era una simple cuestión de reparto de competencias, sino de cómo se conceptualiza a las personas migrantes en las leyes.
Su “no” no fue al autogobierno, ni a Cataluña, sino a un marco legal con tintes racistas que convertía a los más vulnerables en sospechosos permanentes.El coste político era evidente. Podemos quedó aislado, recibiendo críticas desde la derecha y también reproches severos desde sus aliados naturales, ERC y Bildu.
Pero eligió marcar una frontera ética. Prefirió asumir la incomodidad de quedarse solo antes que dar un voto que manchara su compromiso con la dignidad humana.En este punto, las acusaciones de Junts rozan lo grotesco.
Acusar a Podemos de catalanofobia por no apoyar una ley mal redactada, mientras ellos acumulan un historial de políticas profundamente anticatalanas, es un ejercicio de cinismo político.
Porque, ¿qué hay más anticatalán que recortar la sanidad pública hasta dejarla en mínimos? Cataluña fue pionera en tener competencia plena en sanidad, y durante años funcionó con solvencia.

Pero con Artur Mas y la vieja CiU llegaron los recortes: menos profesionales, camas cerradas, listas de espera récord. Hoy los catalanes esperan más que la media española para una operación. Eso sí es anticatalán.
Lo mismo ocurre en educación, donde se presume de inmersión lingüística pero se mantiene un sistema profundamente segregador: casi el 40% del alumnado en la concertada, consolidando un modelo dual donde los hijos de las élites van por un camino y los hijos de la clase trabajadora por otro.
Eso también es anticatalán.Podríamos seguir: unos Mossos d’Esquadra usados para reprimir movimientos sociales; inversiones concentradas en Barcelona mientras se olvidan las comarcas del interior; servicios sociales y dependencia siempre a la cola; juzgados colapsados sin personal ni inversión. Junts se envuelve en la bandera, pero gobierna para las élites.
Por eso, la votación de ayer fue mucho más que un trámite parlamentario. Fue un espejo. Mostró a un PSOE que acepta marcos narrativos peligrosos con tal de pactar con Junts; a una derecha que solo sabe decir no a Cataluña; a un independentismo que en ocasiones se traga sapos si le prometen más autogobierno; y a un Podemos que, asumiendo el desgaste, eligió hablar claro cuando lo más fácil era callar.
En un Congreso donde tanto se especula, se calcula y se calla, Podemos decidió incomodar. Y al hacerlo recordó que la política no consiste en sumar votos a cualquier precio, sino en trazar fronteras éticas que no se cruzan.Porque ser catalanista no es ondear una estelada mientras se precariza la sanidad.
Y ser patriota no es envolver discursos en banderas, sino garantizar que nadie quede atrás. Ni en Cataluña, ni en ninguna parte.
