Por Fernando Ortega, el Berguedá, Cataluña.
Lo que nació como una alternativa solidaria para compartir vivienda se ha convertido en el nuevo disfraz de la especulación inmobiliaria. Una idea pensada para vivir juntos que hoy sirve para multiplicar los beneficios de unos pocos y precarizar la vida de muchos.
Hubo un tiempo en que el coliving sonaba a utopía urbana. Una respuesta creativa frente al individualismo, una forma de vida compartida basada en la cooperación y el uso racional del espacio.
En teoría, era la antítesis del mercado voraz: viviendas con zonas comunes donde convivían jóvenes, profesionales o artistas que buscaban algo más que un techo, querían comunidad. Pero como casi todas las buenas ideas que surgen al margen del sistema, el coliving fue rápidamente absorbido por él.
Y donde antes había un proyecto de vida colectiva, hoy se levanta un nuevo nicho de negocio, otra puerta abierta a la especulación. Porque, seamos claros: el coliving ya no es —en la mayoría de los casos— una alternativa solidaria, sino una fórmula para multiplicar la rentabilidad de los pisos mientras se esquivan los topes legales al alquiler.
Según los datos de portales inmobiliarios, el precio medio del alquiler en España ronda los 1.200 euros mensuales por vivienda, superando los 1.500 euros en ciudades como Barcelona o Madrid.
Mientras tanto, el alquiler medio de una habitación en piso compartido se sitúa entre 400 y 500 euros. El cálculo es sencillo: un piso que se alquilaría entero por 1.200 euros puede generar hasta 1.800 o 2.000 euros si se divide en cuatro habitaciones.
El doble. Y sin que nadie controle nada.Los nuevos empresarios del sector lo venden como modernidad. Lo envuelven en palabras amables: flexibilidad, comunidad, experiencia compartida. Pero detrás del discurso se esconde una operación muy simple: fragmentar la vivienda y trocear el derecho a habitar.
Lo que antes era un hogar pasa a ser una suma de cubículos rentables; lo que era una comunidad se convierte en un conjunto de inquilinos temporales, sin vínculos ni derechos reales.
El negocio perfecto
El secreto del éxito económico del coliving está en su ambigüedad legal.No es un alquiler tradicional, pero tampoco una residencia. No se rige por la Ley de Arrendamientos Urbanos (LAU), lo que permite fijar precios al margen de cualquier limitación. Además, los contratos suelen ser temporales, con tarifas que incluyen “servicios” —limpieza, wifi, zonas comunes— para justificar precios inflados.
En la práctica, se trata de una vía legal para vulnerar el espíritu de las políticas de control del alquiler.Las grandes empresas del sector lo saben y actúan en consecuencia. Fondos de inversión, sociedades patrimonialistas y agencias especializadas están comprando edificios enteros para reconvertirlos en colivings “de lujo”.
Lo presentan como innovación social, pero su lógica es la misma de siempre: maximizar beneficios y desplazar a quien no puede pagarlos. En Barcelona, por ejemplo, el Ayuntamiento reconocía ya en 2023 que el coliving se había convertido en una nueva forma de presión sobre el mercado de vivienda.
En zonas como Poblenou, Gràcia o el Eixample, la proliferación de estos espacios ha contribuido a expulsar a residentes y encarecer los precios del entorno. Y no sólo allí: Madrid, Málaga, Valencia o Palma viven el mismo fenómeno. Lo que comenzó como una alternativa urbana se ha transformado en una versión 2.0 del turismo residencial y la gentrificación.
El disfraz de la modernidad.
El discurso es atractivo: “no alquilas una habitación, formas parte de una comunidad”. Pero en la práctica, muchas de estas comunidades no existen. Ni hay proyectos comunes, ni espacios reales de convivencia, ni sentido de pertenencia. Solo contratos caros, normas estrictas y convivencia forzada entre desconocidos.
El coliving se vende como un concepto moderno, adaptado a quienes trabajan en remoto o se mueven de ciudad en ciudad. Pero lo que ofrece es, en muchos casos, una precariedad envuelta en estética de diseño. Algunos operadores llegan a cobrar 700 u 800 euros por una habitación con baño compartido, bajo la promesa de acceso a “redes de talento” o “ambientes creativos”.
En realidad, lo que están haciendo es segmentar el mercado: los colivings más exclusivos expulsan a la población local, mientras que los más básicos acogen a jóvenes sin otra alternativa que aceptar contratos temporales, sin garantías ni estabilidad.
Cataluña como laboratorio.
Cataluña, y especialmente Barcelona, se ha convertido en el laboratorio del coliving en España. Las limitaciones al precio del alquiler, aunque necesarias, han empujado a muchos propietarios a buscar fórmulas para esquivar la regulación.
El coliving les ha ofrecido la solución perfecta: contratos fuera de la LAU, tarifas flexibles y un público internacional dispuesto a pagar más.Mientras tanto, el parque de vivienda disponible para alquiler convencional se reduce. Y con ello, suben los precios. Los barrios pierden vecinas de toda la vida y ganan rotación constante de inquilinos temporales.
Lo que era un modelo de convivencia se ha transformado en una máquina de desarraigo, en un modo de vida que erosiona el tejido comunitario de las ciudades. Las administraciones locales intentan reaccionar, pero la regulación llega tarde y es insuficiente. Las licencias de uso compartido, las inspecciones o los topes de ocupación se aplican con lentitud, mientras las empresas siguen expandiéndose. En el vacío legal florece el negocio.
El derecho a la vivienda, troceado.
En el fondo, lo que está en juego es mucho más que un modelo habitacional: es la propia idea de vivienda como derecho.Cada habitación convertida en producto, cada contrato temporal disfrazado de experiencia, cada euro extra que se cobra por el simple hecho de ponerle un nombre moderno al alquiler, erosiona un poco más la posibilidad de acceder a una vivienda digna.
Y la pregunta de fondo es sencilla: ¿puede llamarse innovación algo que encarece la vida, destruye comunidad y vulnera el derecho a habitar? ¿O es simplemente otra forma sofisticada de especulación? No hay nada progresista en el coliving tal como se está aplicando.
No hay nada social en un modelo que segrega por nivel de renta y convierte el espacio común en un lujo. El verdadero espíritu del coliving —el compartir recursos, construir comunidad y fomentar relaciones humanas— ha sido traicionado por la lógica del mercado.
Recuperar el sentido de lo común.
Frente a este modelo, urge una respuesta política y ética. La vivienda no puede seguir tratándose como un activo financiero ni como un nicho de inversión para fondos extranjeros. Es un bien social, un derecho básico y un espacio de vida. Regular el coliving, exigir transparencia en los contratos, limitar los precios y garantizar inspecciones efectivas no es intervenir el mercado: es proteger la dignidad de las personas.
El reto no está en demonizar el concepto, sino en recuperarlo para el bien común. El coliving, bien entendido, podría ser una herramienta valiosa contra la soledad y el despilfarro de espacio. Pero solo si se basa en principios cooperativos, no en intereses especulativos. Solo si busca construir comunidad, no extraer rentas.
De lo contrario, seguiremos asistiendo a la paradoja de siempre: ideas nacidas del deseo de vivir mejor convertidas en mecanismos para vivir peor.Porque mientras unos venden “experiencias compartidas”, otros pierden su casa. Y eso, en una sociedad que dice defender el derecho a la vivienda, no tiene otro nombre que hipocresía.
