El siguiente articulo es un trabajo del sociólogo y politólogo Aldo Rubert, de la Universidad de Nanterre, en París publicado por el periódico español El Salto. Nanterre ha sido, precisamente, el lugar donde ocurrió el asesinato del joven de 17 años Nahel, que ha disparado la indignación y los enfrentamientos entre la policía y la juventud de los barrios. Nahel fue abatido por el disparo de un policía que procedía hacer un control de carretera, supuestamente por lo joven que era el conductor. Esto desató la ira de los jóvenes, primero de Nanterre, luego de las periferias de París y finalmente, de las mayores ciudades de Francia, menos de dos meses después de la gigantescas manifestaciones contra la reforma de las pensiones del gobierno de Emmanuel Macron.
“Francia vuelve a estar en llamas. Menos de dos meses después de las grandes jornadas de movilización contra la polémica reforma de las pensiones del Ejecutivo de Macron, aprobada mediante decretazo, el territorio galo nos vuelve a dejar sorprendentes imágenes de vehículos o edificios incendiados, de saqueos de tiendas o de duros enfrentamientos con la policía».
Aunque los disturbios también han estallado en las grandes ciudades, la contestación se ha centrado en las banlieues (barrios periféricos o suburbios) al haber sido el espacio de vida y escenario del homicidio del joven Nahel a manos de la policía. La larga historia de abusos policiales en las banlieues (como las muertes de los jóvenes Zyed y Bona en 2005 o el caso Théo en 2017), una mayor intolerancia ante las actuaciones policiales tras, por ejemplo, el movimiento de los chalecos amarillos, han abonado un terreno fértil para un estallido social. A estos se sumaban otros descontentos más arraigados, como el provocado por la reforma de las pensiones y su consubstancial crisis de legitimidad democrática.
Cabe subrayar que las muertes por tiros de la policía son un verdadero problema en Francia y que solo entre 2021 y 2022, 44 personas han muerto de esa manera. Esto es más que entre 2010 y 2015 inclusive, un año marcado por el contexto terrorista. Desde la reforma legal de 2017, que favoreció el recurso a las armas de fuego en casos de no cooperación en los controles según la apreciación de cada policía, los agentes han matado, en cinco años, cuatro veces más personas por resistencia a la autoridad que en los veinte años anteriores.
El Gobierno rápidamente ha tachado de “injustificables” los numerosos disturbios urbanos y ha movilizado una retórica basada en señalar las violencias y denunciar a los “alborotadores”. A esto hay que añadirle que los controles de identidad son muy a menudo discriminatorios según la apariencia racial y las personas no-blancas tienen muchas mas posibilidades de convertirse automáticamente en sospechosos y por ende también en víctimas. Esta doble vara de medir en el trato policial entre población racializada y el resto genera un fuerte sentimiento de injusticia en las banlieues que se refuerza con la relación casi antagónica con el Estado que instaura esta sospecha policial. Allí, donde la retirada del Estado social o la degradación progresiva de los servicios públicos se nota día a día, la policía es el agente del Estado con el que más interaccionan los residentes y configura la imagen que estos tienen del Estado en términos más generales.
Hay que recordar que en los últimos cinco años las banlieues han vivido en primera persona el abuso, primero, del Estado de excepción tras los atentados de París y Niza que se integró en el derecho común y, segundo, del Estado de urgencia de la pandemia. Y al mismo tiempo, estos habitantes ven como el Gobierno niega la existencia de las violencias policiales o del racismo institucional del que son víctimas. Los adolescentes que protestan conocen íntimamente estas prácticas, saben que en cualquier momento las víctimas mortales pueden ser ellos y luchan por un Estado que respete su existencia. Por este sentimiento de injusticia compartido que canaliza, podemos decir que se trata de una cólera política.
Si estas realidades son negadas por parte del poder político, es en gran parte por la mano que tienen los principales sindicatos de policía desde el Ejecutivo desde Nicolás Sarkozy. El bloque sindical mayoritario, Alliance-UNSA Police, publicó un comunicado el 30 de junio con una clara retórica belicista de extrema derecha, reflejando un imaginario colonial y racista, haciendo gala de su lógica corporativista y amenazando con desobedecer al Gobierno si este no satisface sus demandas. Y es que entre hoy y 2005 existen diferencias en el clima político y la primera reacción gubernamental.
En 2005 el Ministerio del Interior de Sarkozy mostró todo su interés en lanzar más leña al fuego como forma de precampaña electoral securitaria. Recordemos que Sarkozy negó que los policías persiguieran a los dos jóvenes que murieron y llamó chusma a los jóvenes que se manifestaban y participaban entonces en los disturbios.
En 2023, tenemos un vídeo que echa por tierra la primera versión policial de legítima defensa. En parte por ello, las primeras reacciones del Gobierno han pasado por considerar “inexcusable” la muerte del joven Nahel y por pedir una vuelta a la calma. Sin embargo, rápidamente ha tachado de “injustificables” los numerosos disturbios urbanos y ha movilizado una retórica basada en señalar las violencias y denunciar a los “alborotadores”, una categoría que desprovee a los jóvenes de reivindicaciones políticas. El Gobierno ya parece haber dejado atrás la fase de la “comprensión”, tal vez aupados por el 69% de la opinión pública que parece condenar los disturbios, y ha pasado a la ofensiva con una estrategia clásica de criminalización, despolitización e infantilización de una protesta legítima.
Macron ha salido a culpar a los videojuegos y a las redes sociales de las violencias de los jóvenes en lo que es una clásica búsqueda de un chivo expiatorio que evita ahondar en las causas reales. La influencia de las pantallas explicaría los malos comportamientos de esos otros considerados menores intelectuales, como los adolescentes o la clase trabajadora. La perniciosa influencia del consumo audiovisual como causa de violencia no se ha demostrado nunca. Insistir en ello solo sirve para, conscientemente o no, dejar de lado los factores de violencia estructurales, como la marginación en las banlieues.
La idea de que las redes sociales o los videojuegos hacen que los radicales “actúen” reproduce el desfasado modelo de la aguja hipodérmica de Harold Dwight Lassewell : los receptores que se exponen a las redes son pasivos y estas los convierten fácilmente al “radicalismo”. Ante esta supuesta violencia “por mimetismo”, Macron ha amenazado con censurar las redes sociales, pero sobre este tipo de maniobras de distracción, el catedrático de sociología Fermín Bouza ya describía sus inocuos resultados: “Al tiempo que los buenos ciudadanos que quieren mejorar las cosas se entretienen en estas censuras (…), las causas reales de la violencia permanecen intocadas y se desarrollan sin freno alguno políticas fuertemente inductoras de desigualdad y, cómo no, de violencia”.
Por otra parte, el Ministro de Justicia Éric Dupond-Moretti, que ha dicho que el rol del Estado no es educar a los niños, ha detallado cuál debe ser la respuesta penal del Gobierno contra los autores de las violencias urbanas y especialmente contra los padres de los menores: dos años de prisión y multas de 30000 euros o talleres de responsabilidad parental para aquellos que no ejerzan la patria potestad.
Hablando de la responsabilidad parental, el ministro estigmatiza a los padres de los jóvenes de los barrios populares y permite reprimir a aquellos que, a sus ojos, no cuiden a sus hijos adecuadamente.
Señalar a las redes o los videojuegos, y a los padres forma parte de una estrategia de responsabilizar todo salvo a las propias acciones y políticas del Gobierno. Las revueltas urbanas dejan así de ser un problema político con causas y acciones abordables desde el campo de la política para ser un problema privado de valores y educación parental”.
Redacción Revista TU VOZ, República Dominicana. JOSE ORTEGA TOUS República Dominicana