Por Fernando Ortega de El Berguedá, Catalunya
Lo que ese dato dice del presente democrático y lo que la izquierda debe hacer con él.
El dato aparece de forma recurrente y siempre provoca la misma reacción automática: alrededor de un 21 % de la población afirma valorar positivamente el franquismo o declara que, llegado el caso, preferiría vivir en aquella etapa. La respuesta pública suele ser inmediata y casi idéntica: indignación, alarma democrática, condena moral.
El porcentaje se presenta como una amenaza, como una señal de involución ideológica o como la prueba de un fracaso educativo colectivo.
Sin embargo, quizá el primer error sea precisamente ese: leer el dato como una declaración ideológica cuando, en realidad, funciona sobre todo como un síntoma social.Ese 21 % no habla tanto del pasado como del presente. No expresa necesariamente una adhesión consciente a una dictadura ni un deseo real de supresión de libertades.
Lo que expresa, de manera indirecta, es una comparación implícita: entre lo que la democracia prometía y lo que hoy se experimenta en la vida cotidiana. Cuando el presente se vive como precario, inestable o injusto, el pasado —aunque fuera objetivamente peor— tiende a idealizarse. No porque se quiera volver a él, sino porque el ahora no convence.
De dónde sale el dato y por qué importa
Ese porcentaje no surge de la nada ni de encuestas marginales. Aparece de forma reiterada en estudios sociológicos de amplio alcance, como el Barómetro del CIS, informes de la Fundación Alternativas, estudios del Instituto Elcano o encuestas comparativas europeas sobre calidad democrática y memoria histórica.
Con ligeras variaciones según el año y la formulación de la pregunta, el resultado se repite: en torno a una quinta parte de la población no percibe el franquismo como una experiencia claramente negativa o lo compara favorablemente con la situación actual.
El dato se concentra especialmente en determinados perfiles: personas que no vivieron directamente la dictadura, sectores atravesados por la precariedad económica, zonas con menor movilidad social y colectivos que perciben haber perdido expectativas vitales.
No es, por tanto, un bloque ideológico coherente, sino un agregado de frustraciones. Aquí conviene subrayar algo incómodo pero fundamental: la memoria histórica no opera en el vacío. Las personas no evalúan el pasado solo por lo que fue, sino por contraste con lo que tienen. Cuando ese contraste se vuelve desfavorable, la memoria se distorsiona.
El problema no es la memoria, es la comparaciónBuena parte de quienes sostienen esa opinión no vivieron el franquismo. No evalúan la represión, la censura o la ausencia de derechos políticos. Evalúan relatos heredados, recuerdos familiares fragmentados y, sobre todo, sensaciones materiales: trabajo, vivienda, previsibilidad, seguridad económica. No dicen “era mejor porque no había libertades”, sino “al menos se podía vivir”.
Ahí el problema no es la ignorancia histórica —aunque exista—, sino algo más profundo y políticamente más grave: la democracia está perdiendo la comparación en el terreno de la vida cotidiana.
Durante décadas se asumió que la superioridad moral y política de la democracia era suficiente para legitimarla.

Que bastaba con señalar la ausencia de libertades del pasado para cerrar cualquier debate. Pero esa lógica se rompe cuando la democracia deja de garantizar condiciones mínimas de estabilidad vital para amplias capas de la población.
Cuando la democracia se convierte en un trámitePara demasiada gente, la democracia se ha reducido a un procedimiento: votar cada cuatro años, asistir al ruido constante del conflicto político y comprobar que, gobierne quien gobierne, la vida no mejora sustancialmente.
El sistema se percibe como formalmente correcto, pero materialmente ineficaz.Cuando la democracia no se traduce en seguridad vital —en poder pagar un alquiler sin dedicar medio salario, en no encadenar contratos precarios, en acceder a servicios públicos robustos, en poder imaginar un futuro— deja de vivirse como un sistema que protege. Y cuando eso ocurre, deja de percibirse como claramente superior.Este es el núcleo del problema.
No estamos ante una nostalgia autoritaria masiva, sino ante una crisis de legitimidad material de la democracia tal como hoy funciona.
El error de la descalificación moralLa reacción dominante ante ese 21 % suele ser la descalificación: ignorantes, reaccionarios, franquistas encubiertos. Pero esa respuesta no solo es ineficaz, sino contraproducente.
Ningún sistema político se refuerza señalando moralmente a quienes sienten que no les funciona.La indignación puede tranquilizar a quien la expresa, pero no resuelve el problema de fondo.
Al contrario: refuerza la percepción de distancia entre una élite política y cultural que “sabe” lo que está bien y una parte de la sociedad que siente que no es escuchada.La pregunta incómoda, por tanto, no es por qué algunas personas idealizan el franquismo, sino qué está fallando hoy para que una parte significativa de la sociedad sienta que la democracia no cumple su promesa básica.
La democracia no se defiende solo con memoriaLa memoria histórica es imprescindible, pero no es suficiente. Recordar lo que fue una dictadura es necesario para no repetirla, pero no sustituye a una democracia que funcione en el presente. Cuando la defensa de la democracia se apoya exclusivamente en el pasado, es señal de que algo falla en el presente.
Aquí es donde el debate se vuelve estrictamente político. Porque esta crisis no se resuelve con pedagogía abstracta ni con discursos morales, sino con decisiones concretas que devuelvan a la democracia su capacidad de mejorar la vida real.
¿Qué respuestas son posibles? Una agenda desde la izquierda.
Desde la izquierda, el desafío es claro y no admite atajos. Si una parte de la población compara y sale perdiendo la democracia, la respuesta no puede ser simbólica, sino estructural.
Primero, reconstruir la seguridad material como eje democrático.
El acceso a la vivienda, la estabilidad laboral, salarios dignos y servicios públicos sólidos no son políticas sectoriales: son la base sobre la que se legitima cualquier sistema democrático. Sin ellas, la democracia se percibe como un decorado institucional.
Segundo, romper la idea de que la política es impotente.
La sensación de que “da igual quién gobierne” es letal. Combatirla exige demostrar que las decisiones públicas afectan de forma tangible a la vida de la gente: regulando mercados, limitando abusos, redistribuyendo poder económico.
Tercero, democratizar la economía, no solo las instituciones.
Mientras grandes decisiones que afectan a millones de personas se tomen fuera de cualquier control democrático —en mercados financieros, fondos de inversión o consejos de administración— la democracia aparecerá como incompleta y frustrante.
Cuarto, recuperar el horizonte de futuro.
No basta con gestionar el presente. Una democracia sin promesa es una democracia débil. La izquierda debe volver a ofrecer un relato creíble de mejora colectiva, no como consigna, sino como proyecto realizable.
No es nostalgia, es advertencia.
Ese 21 % no es una anomalía moral ni un residuo del pasado. Es una advertencia. Señala un fallo en la conexión entre democracia y vida cotidiana. Ignorarla o moralizarla es una forma de evasión política.La democracia no se defiende solo diciendo que es mejor que una dictadura. Se defiende demostrando, cada día, que vivir en democracia merece la pena.
Y esa tarea no es histórica ni cultural: es profundamente política.