DESPUÉS DE TRUMP

Por Fernando Ortega de El Berguedá, Catalunya.

Cuando el problema ya no es quién gobierna, sino cómo se gobierna. Durante años, una parte importante del debate político internacional se ha organizado alrededor de una esperanza silenciosa: que Trump pase. Que el tiempo haga su trabajo.

Que la anomalía se agote por desgaste y el sistema recupere, más o menos intacto, su forma anterior. No siempre se dice así, a veces se formula como “resistir”, otras como “contener daños”, otras como “esperar a las próximas elecciones”. Pero el núcleo es el mismo: aguantar hasta que Trump desaparezca del escenario y confiar en que, con él, desaparezca también lo que representa.

Ese planteamiento tiene un problema grave: confunde a Trump con el problema.

Y Trump, a estas alturas, ya no es el problema, es el sintoma. La pregunta que debería inquietarnos no es cuándo se va Trump, sino qué queda cuando Trump se va. Porque todo indica que lo que ha puesto en marcha no depende exclusivamente de su figura.

Depende de algo más profundo: una forma de ejercer el poder que ha demostrado ser eficaz en el mundo actual.El error de la espera.

La espera es una estrategia cuando el entorno es estable.

Cuando las reglas siguen vigentes, cuando el marco institucional aguanta y cuando el adversario juega —aunque sea de mala fe— dentro de ciertos límites.Pero ese ya no es el escenario.Esperar supone asumir que existe un “antes” al que se puede volver.

Que el mundo previo a Trump sigue disponible, intacto, esperando a ser reactivado. Como si el daño fuera superficial.

Como si bastara con cambiar de nombre en la Casa Blanca para que todo encaje de nuevo.Ese supuesto es falso.Trump no irrumpe en un sistema sano. Llega a un mundo ya erosionado: instituciones debilitadas, desigualdades estructurales, Estados con menos capacidad real de intervención y sociedades atravesadas por el miedo, la precariedad y la sensación de pérdida de control. Trump no crea ese contexto.

Lo explota. Y al hacerlo, lo acelera.

Por eso, incluso si Trump se va, el terreno que deja atrás no es neutro. Es un terreno ya transformado.Cuando el estilo se convierte en estructuraDurante mucho tiempo, el trumpismo se ha descrito como un exceso personal: demasiado ruidoso, demasiado vulgar, demasiado imprevisible.

Esa lectura tranquiliza.

Si el problema es el personaje, basta con que desaparezca el personaje.Pero el trumpismo no es solo un estilo comunicativo. Es una arquitectura de poder que ya ha demostrado ser funcional.

Concentración del poder ejecutivo.

Debilitamiento sistemático de los intermediarios. Desprecio por los contrapesos institucionales.Polarización permanente como método de gobierno.Uso instrumental del Estado en beneficio de bloques concretos. Nada de eso depende del tono de Trump ni de su personalidad. Son decisiones políticas replicables. De hecho, ya lo están siendo.

Un sucesor menos estridente, más disciplinado y con mejor relación con las élites puede mantener ese esquema sin provocar alarma social. Y ahí aparece el verdadero riesgo: cuando lo excepcional se normaliza, deja de percibirse como amenaza.

No hay ruptura. Hay adaptación.

La normalización silenciosaSi el trumpismo se consolida sin Trump, no asistiremos a un colapso espectacular de la democracia. No habrá un gran momento fundacional del autoritarismo. Lo que veremos será algo mucho más sutil —y más peligroso—: la erosión por costumbre.

Menos titulares escandalosos.Menos indignación. Menos movilización. Y, al mismo tiempo, menos límites efectivos al poder, menos mediaciones reales y menos capacidad de control ciudadano. La democracia no se derrumba; se vuelve más débil, se adapta a un entorno más duro, más desigual y menos garantista. Ese escenario no es solo compatible con muchos intereses; es cómodo para algunos de ellos.

¿Quién puede convivir con el mundo post-Trump? No todo el mundo pierde en este nuevo equilibrio. De hecho, hay actores que se mueven con soltura en él. Una parte de la derecha moderada puede adaptarse sin demasiados problemas. Mientras se mantenga el orden, la estabilidad macroeconómica y la previsibilidad para los negocios, la degradación democrática se percibe como un coste asumible.

El liberalismo económico ha demostrado una enorme capacidad de acomodación. Puede operar en marcos institucionales más duros siempre que las reglas clave del mercado sigan protegidas. Y determinadas élites económicas incluso ganan margen en escenarios menos regulados, más arbitrarios y más dependientes de la relación directa con el poder.Trump incomoda.

El trumpismo administrado resulta tolerable.

Cuando la democracia deja de ser un suelo compartido y pasa a ser un obstáculo negociable, la urgencia por defenderla desaparece. Un problema de régimen, no de ideología. Por eso, reducir el trumpismo a una disputa ideológica es un error estratégico.

No estamos ante un simple enfrentamiento entre izquierda y derecha. Estamos ante una transformación del modo de gobernar. Lo que está en juego no es solo qué políticas se aplican, sino qué límites acepta el poder.

Si las reglas valen también para los fuertes. Si el conflicto sigue estando regulado o se convierte en pura correlación de fuerzas.Y en ese punto, la izquierda llega especialmente desarmada.

Por qué la izquierda está peor preparada.

La izquierda institucional (socialdemocracia) construyó su fuerza en un marco democrático relativamente estable: negociación, pactos, ampliación gradual de derechos y gestión del conflicto dentro de reglas compartidas. Su estrategia dependía de que ese marco se mantuviera.

Cuando ese suelo se resquebraja, la izquierda no solo pierde capacidad de gobierno; pierde orientación. Sigue ofreciendo consenso cuando el poder ya no lo busca. Promete estabilidad cuando no puede garantizarla. Apela a normas que el adversario ha decidido dejar de respetar. No es un problema moral. Es un desfase histórico.

El legado del revisionismo, sin nostalgia.

El revisionismo socialdemócrata fue una «solución» para su tiempo. Permitió integrar a la clase trabajadora, domesticar el conflicto y construir Estados sociales robustos. Funcionó mientras el capitalismo pudo regularse y el Estado conservó capacidad real de intervención.

El error fue convertirlo en un punto de llegada.Cuando las condiciones que lo hacían viable desaparecen, insistir en ese marco no produce estabilidad; produce impotencia.

El conflicto no desaparece porque la izquierda deje de nombrarlo. Simplemente regresa por otros canales.Trump, es la prueba de sus límites históricos. El conflicto vuelve, aunque no se lo inviteLa política no se suspende porque alguien decida esperar tiempos mejores. El conflicto reaparece, pero no necesariamente de la mano de quienes lo rehúyen.

La derecha radical entendió antes que la fase había cambiado. No porque tenga mejores valores, sino porque ofrece respuestas claras —aunque regresivas— a un mundo de incertidumbre, miedo y pérdida de control. Frente a eso, la espera pasiva se convierte en una forma elegante de derrota.

Después de Trump, ¿qué hacer?

Si Trump se va y el trumpismo se queda, la pregunta ya no es cómo resistir, sino cómo actuar, no desde la nostalgia de un orden que no vuelve automáticamente, sino desde la comprensión de un mundo distinto.

Eso exige algo más que consignas.

Exige criterios estratégicos mínimos: Asumir que la democracia necesita ser defendida activamente, no solo invocada; Comprender dónde se ejerce hoy el poder real y disputarlo; Aceptar el conflicto como parte inevitable de la política democrática; Dejar de prometer retornos imposibles como sustituto de proyectos viables.

La pregunta que no admite espera

Trump puede irse. Incluso puede desaparecer del todo de la escena política. Pero si su lógica permanece, la espera se convierte en complicidad involuntaria.

El mundo no está en pausa hasta que acabe una legislatura.

Está cambiando mientras muchos miran el calendario.La pregunta, entonces, no es cuándo termina Trump. La pregunta es quién está dispuesto a actuar si el trumpismo no termina con él.Porque no esperar también es una decisión. Y, en este momento histórico, puede ser la única que marque la diferencia.

Foto portada: El secretario de Estado, Marco Rubio (izquierda), junto al presidente Donald Trump (derecha) en una reunión del Gobierno de Estados UnidosAssociated Press/LaPresse (APN

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