Por Fernando Ortega de Berguedá, Catalunya
El juicio al Fiscal General del Estado no condena un hecho probado, sino que inaugura una doctrina excepcional: responsabilizar a una sola persona por una supuesta actuación institucional. ¿Jurisprudencia, juicio político o quiebra de confianza?No se está juzgando una conducta personal demostrada.
Tampoco la legalidad de una decisión. Lo que hoy está realmente en debate es el sentido democrático de una sentencia que sanciona al Fiscal General del Estado no por lo que hizo, sino por lo que simboliza.
Condenarlo como responsable institucional de un acto ajeno —sin culpabilidad directa— abre una pregunta inquietante: ¿la Justicia está juzgando hechos o está enviando mensajes?
El centro del juicio no es un delito. Es un precedente.
No se ha acreditado que el Fiscal General del Estado ordenara, participara o siquiera conociera la difusión de unos datos personales alegadamente sensibles. Sin embargo, ha sido sancionado. ¿Por qué? Porque el tribunal ha decidido extender sobre él una responsabilidad institucional: no por acción, sino por posición.
Es decir, se le responsabiliza por lo que otro hizo, por el hecho de ocupar la jefatura del Ministerio Fiscal.Ese criterio —inusual y excepcional— no es menor. Supone un viraje jurídico peligroso: la personalización de la responsabilidad institucional.
Y, en democracia, cuando se rompe el principio de responsabilidad individual, comienza a erosionarse la garantía de igualdad ante la ley.
Lo excepcional no es la sentencia. Es la doctrina que inaugura.
No se trata de si la actuación fue legal o moralmente discutible. Se trata de observar que en casos similares —y más graves— esa misma doctrina no se aplicó.
La historia judicial reciente está llena de ejemplos:Caso Método 3: filtraciones masivas de datos, espionaje político y afectación directa a derechos fundamentales. La Justicia concluyó que no podía atribuir a una sola persona la responsabilidad institucional.Piezas del caso Villarejo: grabaciones, chantajes, estructuras ilegales dentro del Estado.
Y, sin embargo, nadie asumió responsabilidad institucional indirecta si no se probaba implicación directa.Procesos relacionados con el Procés en Cataluña: intervenciones, decisiones institucionales controvertidas. Se descartó juzgar a altos mandos por mera responsabilidad representativa.
En todos esos casos, la Justicia se amparó en principios esenciales:
“No se puede juzgar a una persona por la institución que dirige.” “Debe probarse la responsabilidad individual.” “La mera sospecha no implica autoría.”
¿Por qué esta vez sí?¿Por qué se condena, precisamente ahora, aplicando una doctrina que antes se descartó con firmeza?¿Es sólo un cambio jurídico… o es también un cambio de clima?
Cuando la Justicia actúa, pero el país sospecha.
Nadie discute que el proceso haya sido legal. La pregunta no es jurídica, sino democrática:¿puede una sentencia ser legal… y aún así percibirse como injusta?En un contexto de tensión institucional y confrontación política, la Justicia no sólo debe ser imparcial; debe parecerlo.
Porque cuando la ciudadanía duda de su neutralidad, la Justicia deja de ser autoridad para convertirse en parte del conflicto.La sentencia al Fiscal General ha generado una sensación colectiva de excepcionalidad.
No por su contenido, sino por su oportunidad, su impacto simbólico y su ruptura con precedentes. Y cuando una decisión judicial parece alinearse, consciente o no, con el clima de hostilidad política hacia una institución del Estado, la pregunta deja de ser jurídica para convertirse en cívica:¿Se está juzgando una acción… o se está señalando a una figura?.
De la ley al relato: el verdadero juicio ocurre fuera del tribunal. En España, la Justicia sufre una grieta que no está en los códigos, sino en la confianza.
Se ve cuando los ciudadanos ya no preguntan “¿es legal?”, sino:“¿Y quién gana con esto?”“¿Por qué ahora?”“¿Quién está detrás?”El expresidente José María Aznar, en un discurso cargado de intención política, pronunció una frase que aún resuena: “El que pueda hacer, que haga.”Se refería a usar todas las herramientas disponibles —incluidas las judiciales— para frenar al Gobierno. No es una instrucción jurídica, pero sí alimenta una narrativa.
Y cuando el relato de sospecha cala en la sociedad, la Justicia no juzga sólo hechos: también interpreta el contexto.Y el contexto, hoy, arde.
Justicia legal, Justicia justa y Justicia creíble.
El desafío no es sólo jurídico, sino democrático. La Justicia no puede permitirse ser percibida como campo de batalla, ni como sustituto de la política.
Si lo hace, corre el riesgo de ser obedecida, pero no creída.Porque hay preguntas que no pueden resolverse con sentencias: ¿Puede una institución ser juzgada en una sola persona? ¿Puede una sanción ser válida si no es coherente con los precedentes? ¿Se puede condenar sin probar autoría… sólo por posición? ¿Puede un sistema democrático sostenerse si su Justicia deja de inspirar confianza?¿Está esta sentencia fortaleciendo la democracia o debilitando la justicia?…
No se juzga al fiscal. Se examina al sistema.Este caso no es un conflicto jurídico. Es un examen cívico. No habla solo de leyes, sino de credibilidad, coherencia y confianza.
No evalúa a un funcionario, sino al pilar democrático que sostiene a todos los demás.Y quizá convenga recordar que las democracias no se rompen de golpe. Primero dejan de creerse.
Conclusión:La sentencia al Fiscal General no cierra un proceso. Lo abre.
Es el primer paso de un debate necesario:no sobre la legalidad, sino sobre la legitimidad.No sobre condenas, sino sobre coherencia.No sobre leyes, sino sobre confianza.Porque si la Justicia no puede explicarse,difícilmente podrá sostenerse.