Algo está cambiando frente a las costas de Venezuela y nadie nos lo está contando con claridad. Mientras Washington intensifica su presión sobre Caracas, mientras las sanciones se multiplican y la retórica se endurece, la armada rusa ha vuelto a aguas venezolanas. No es casualidad, no es coincidencia.
Es la manifestación visible de un reordenamiento geopolítico que estamos presenciando en tiempo real, pero que muchos prefieren ignorar. Durante décadas nos han vendido la narrativa de un orden mundial unipolar, de una hegemonía incuestionable, pero la realidad es terca. Y hoy vemos cómo ese orden se resquebraja.
La presencia militar rusa en el hemisferio occidental no es una provocación aislada. Es la respuesta estratégica de Moscú a años de expansión de la OTAN hacia sus fronteras. Es la construcción de alianzas entre naciones que buscan alternativas al dominio del dólar.
Es el reflejo de un sistema capitalista global en crisis que genera alianzas inesperadas. Venezuela, a pesar de todas las presiones económicas, a pesar del aislamiento internacional orquestado desde Washington, sigue de pie. Y la llegada de estos buques rusos nos obliga a preguntarnos ¿Quién defiende realmente la soberanía en nuestro continente? ¿Qué fuerzas están en juego que van mucho más allá de lo que vemos en los titulares? Permítanme llevarlos a través de esta historia porque lo que está ocurriendo frente a las costas venezolanas no es simplemente un despliegue naval.
Es un síntoma de transformaciones mucho más profundas en el sistema global que hemos conocido durante los últimos 75 años. Cuando la armada rusa cruza el Atlántico y ancla en puertos venezolanos está escribiendo un nuevo capítulo en una narrativa que comenzó mucho antes, una narrativa sobre el declive de un imperio y el surgimiento de un mundo multipolar que muchos en Washington aún se niegan a reconocer.
Retrocedamos un momento para entender el contexto histórico porque sin contexto los eventos actuales parecen aleatorios, caóticos, incomprensibles.
Durante la Guerra Fría, América Latina fue considerada por Estados Unidos como su patio trasero. Una frase que escuchamos constantemente y que revela tanto sobre la mentalidad imperial. La doctrina Monroe de 1823 estableció que el hemisferio occidental era zona de influencia exclusiva estadounidense y esa doctrina, aunque formulada hace más de dos siglos, nunca fue abandonada.
Fue refinada, actualizada pero jamás descartada.
Cada intervención en Guatemala en 1954, cada golpe de Estado en Chile en 1973, cada invasión en Granada, cada bloqueo contra Cuba, fue una reafirmación de esa doctrina fundamental. Este hemisferio nos pertenece y no toleraremos desafíos a nuestra autoridad.
Entonces, ¿qué representa la presencia rusa en Venezuela? ¿Representa el fin de ese monopolio? ¿Representa el colapso de la pretensión de que Estados Unidos puede dictar unilateralmente qué alianzas son aceptables y cuáles no en este hemisferio? Y esto enfurece a los planificadores estratégicos en Washington porque revela una verdad incómoda. El poder estadounidense, aunque todavía formidable, ya no es absoluto. Ya no puede imponer su voluntad sin consecuencias, sin resistencia, sin alternativas viables para aquellos países que buscan escapar de su órbita.
Ahora, hablemos de Venezuela específicamente porque este país se ha convertido en un campo de batallas simbólico y material en esta lucha geopolítica más amplia. Venezuela posee las reservas probadas de petróleo más grandes del mundo. Piensen en eso por un momento, no las segundas más grandes, no las terceras, las más grandes, más que Arabia Saudita, más que Canadá, más que Irán.
Estamos hablando de aproximadamente 300.000 millones de barriles de petróleo crudo certificado. En un mundo que todavía funciona con hidrocarburos, esto no es un detalle menor, es un factor estratégico de primera magnitud. Pero aquí está el problema desde la perspectiva de Washington.

Ese petróleo no está bajo control estadounidense.
El gobierno venezolano, particularmente desde la llegada de Hugo Chávez al poder en 1999, nacionalizó la industria petrolera y utilizó esos recursos para programas sociales internos y para construir alianzas alternativas en América Latina y más allá.
Chávez utilizó el petróleo venezolano como herramienta de política exterior, ofreciendo términos favorables a países caribeños y centroamericanos, financiando iniciativas como el ALBA, la alternativa bolivariana para las Américas, que fue concebida explícitamente como contrapeso al alca, el área de libre comercio de las Américas que Washington intentaba imponer.
Esta fue una afrenta directa al modelo neoliberal que Estados Unidos había estado exportando desde los años 80. Venezuela bajo Chávez y luego bajo Maduro se convirtió en un ejemplo visible de un país latinoamericano que decía no al consenso de Washington, que rechazaba las privatizaciones, que mantenía control estatal sobre recursos estratégicos que redistribuía la riqueza de manera más equitativa.
Y precisamente porque ese modelo tuvo éxito en mejorar los indicadores sociales durante muchos años, reduciendo la pobreza dramáticamente, expandiendo el acceso a educación y salud, precisamente porque mostró que existían alternativas al neoliberalismo, se convirtió en una amenaza que debía ser neutralizada.
Las sanciones comenzaron gradualmente, pero se intensificaron dramáticamente después de 2015 y especialmente después de 2017. Estas no son sanciones ordinarias, son sanciones diseñadas para estrangular la economía venezolana, para ser imposible que el país venda su petróleo en mercados internacionales para bloquear el acceso a sistemas financieros globales para impedir la importación de tecnología y repuestos necesarios para mantener la producción petrolera.
El objetivo declarado oficialmente es promover la democracia y los derechos humanos.
El objetivo real es cambio de régimen, algo que varios funcionarios estadounidenses han admitido abiertamente en diversos momentos. Y aquí llegamos a un punto crítico que debemos entender. Cuando un país es sometido a este nivel de presión económica, cuando se le impide participar en la economía global normal, cuando sus activos son congelados y sus empresas son sancionadas, ese país tiene básicamente dos opciones, colapsar y capitular o buscar aliados alternativos que puedan ayudarlo a sobrevivir.

Venezuela eligió la segunda opción y esos aliados alternativos incluyen prominentemente a Rusia, China, Irán y otros países que también se encuentran en diversos grados en conflicto con el orden mundial liderado por Estados Unidos. La alianza entre Venezuela y Rusia no surgió de la nada. Tiene raíces que se remontan a la era de Chávez, quien cultivó deliberadamente relaciones con Moscú como parte de su estrategia de multipolaridad.
Venezuela compró armamento ruso, estableció acuerdos de cooperación energética y apoyó posiciones rusas en foros internacionales. Cuando Crimea fue anexada por Rusia en 2014, Venezuela fue uno de los pocos países en el hemisferio occidental que se negó a condenar la acción. Cuando Rusia intervino en Siria, Venezuela apoyó esa intervención.
Esta no es una alianza superficial o meramente simbólica, es una asociación estratégica construida sobre intereses mutuos concretos. Desde la perspectiva rusa, Venezuela ofrece varios beneficios estratégicos. Primero, es una plataforma para proyectar poder en el hemisferio occidental, desafiando directamente la hegemonía estadounidense en su propia región.
Esto tiene un valor simbólico enorme, pero también tiene implicaciones prácticas en términos de inteligencia, vigilancia y capacidad de respuesta a movimientos militares estadounidenses. Segundo, Venezuela representa un mercado para exportaciones rusas, particularmente armamento. En un momento en que Rusia está bajo sanciones occidentales y busca diversificar sus relaciones comerciales.
Tercero, y esto es, quizás, lo más importante, desde una perspectiva geopolítica de largo plazo, Venezuela es parte de un bloque emergente de países que buscan crear sistemas económicos y financieros alternativos al orden dominado por el dólar y las instituciones de Bretton Woods. Hablemos de este último punto porque es absolutamente fundamental para entender hacia dónde se dirige el sistema global. El dominio del dólar como moneda de reserva mundial ha sido un pilar del poder estadounidense desde el fin de la Segunda Guerra Mundial.
Este dominio permite a Estados Unidos financiar déficits masivos, imponer sanciones unilaterales efectivas y ejercer influencias sobre sistemas financieros globales de maneras que ningún otro país puede igualar, pero ese dominio está siendo desafiado sistemáticamente por un grupo creciente de países que están desarrollando mecanismos de comercio en monedas locales, estableciendo sistemas de pago alternativos, acumulando reservas en oro y otras monedas y explorando monedas digitales de bancos centrales que podrían eventualmente evitar el sistema del dólar por completo.
Venezuela ha estado a la vanguardia de estos esfuerzos, frecuentemente por necesidad. Cuando te excluyen del sistema financiero dominado por el dólar, debes encontrar alternativas o morir económicamente.

Venezuela ha vendido petróleo a China en Juárez, ha intercambiado oro con Turquía, ha explorado criptomonedas como el Petro y ha participado en esquemas de truque con varios países. Estas no son soluciones ideales ni perfectamente eficientes, pero representan experimentos en un orden económico pos dólar y otros países están observando muy cuidadosamente. Rusia, por supuesto, está profundamente involucrada en estos mismos esfuerzos.
Después de ser sancionada repetidamente por Occidente, particularmente después de la anexión de Crimea y más dramáticamente después de la invasión de Ucrania en 2022, Rusia ha trabajado intensamente para reducir su dependencia del dólar y del sistema financiero occidental. Ha acumulado reservas en Juárez, ha desarrollado su propio sistema de mensajería financiera como alternativa a Swift, ha expandido comercio bilateral en monedas locales con múltiples países y ha promovido activamente la desdolarización dentro del BRICS y otros foros multilaterales. Este es el contexto más amplio en el que debemos entender la presencia de la armada rusa en aguas venezolanas.
No se trata simplemente de buques de guerra anclados en un puerto. Se trata de una demostración visible de que existe un bloque alternativo de poder emergiendo, un bloque que rechaza las reglas unilaterales impuestas por Washington que busca reescribir el orden internacional en términos más equitativos o al menos más multipolaridad y que está dispuesto a apoyarse mutuamente frente a la presión occidental. Ahora, debo hacer una pausa aquí para abordar algo importante.
Cuando analizo estas dinámicas, cuando explico las motivaciones y estrategias de Rusia Venezuela, China y otros países que desafían el orden liderado por Estados Unidos no estoy necesariamente endosando sus sistemas políticos internos o todas sus acciones. Lo que estoy haciendo es un análisis materialista de fuerzas geopolíticas y económicas. Estoy tratando de explicar por qué los actores internacionales se comportan como lo hacen, cuáles son sus intereses, qué los motiva.
Esto es diferente de hacer juicios morales sobre quién son los buenos y quiénes son los malos en esta historia. La realidad es que vivimos en un sistema internacional anárquico donde no existe una autoridad superior que pueda imponer reglas de manera neutral. Lo que existe es un equilibrio de poder en constante cambio y diferentes actores intentan maximizar su seguridad, su prosperidad y su influencia dentro de ese sistema.
Estados Unidos ha utilizado su poder dominante para estructurar ese sistema a su favor durante décadas. Ahora, a medida que ese poder relativo declina, otros actores están desafiando esa estructura y buscando crear espacios de autonomía para sí mismos. Venezuela, en este contexto, no es simplemente una víctima pasiva de la agresión imperial estadounidense, aunque ciertamente ha sido objeto de presión extraordinaria.
También es un actor con sus propios intereses y estrategias. El gobierno venezolano ha tomado decisiones calculadas sobre sus alianzas internacionales, entendiendo que asociarse con Rusia, China e Irán conlleva costos y beneficios. El costo es el aislamiento aumentado de Occidente y la intensificación de sanciones.
El beneficio es supervivencia política, acceso a recursos económicos y tecnológicos alternativos y la capacidad de resistir presiones para cambio de régimen. Desde la perspectiva estadounidense, esto es absolutamente inaceptable. Washington ve la presencia rusa en Venezuela no solo como un desafío militar, sino como un desafío al orden completo que Estados Unidos ha construido y mantenido en el hemisferio occidental.
Es por eso que la retórica es tan agresiva. Por eso las sanciones son tan severas. Por eso existe este impulso constante hacia cambio de régimen, incluso cuando esas políticas claramente no han funcionado durante años.
Pero aquí está el dilema fundamental que enfrenta Washington. Cada acción que toma para aislar y presionar a Venezuela empuja a ese país más profundamente hacia los brazos de Rusia y otros rivales estratégicos. Las sanciones no han producido cambio de régimen, pero sí han producido mayor cooperación entre Venezuela y los adversarios de Estados Unidos.
La presión no ha debilitado la determinación del gobierno venezolano, pero sí ha proporcionado justificación para medidas internas y ha visibilizado al gobierno en la resistencia al imperialismo estadounidense por todas las dificultades económicas del país.
Este es un patrón que hemos visto repetirse una y otra vez a lo largo de la historia. El bloqueo de Cuba no derrocó al régimen comunista, pero sí proporcionó a ese régimen una excusa conveniente durante décadas.
Las sanciones contra Irán no han producido cambio de régimen, pero sí han fortalecido a las facciones más duras dentro del establecimiento iraní y han impulsado a Irán hacia alianzas más estrechas con Rusia y China.
Las sanciones contra Corea del Norte no han detenido su programa nuclear, pero sí han hecho a ese país completamente dependiente de China y han consolidado el control del régimen. Lo que esto nos dice es que la política exterior basada principalmente en presión económica unilateral tiene límites severos, especialmente en un mundo donde existen alternativas viables.
Cuando Estados Unidos era verdaderamente hegemónico, cuando no había alternativas reales al orden económico y financiero que controlaba, las sanciones podían ser devastadoramente efectivas. Pero en un mundo multipolar emergente, donde China ofrece financiamiento alternativo, donde Rusia ofrece apoyo militar y político, donde existe un mercado negro sofisticado para evadir sanciones, donde las criptomonedas y otros mecanismos financieros pueden eludir controles tradicionales, la efectividad de las sanciones unilaterales disminuye dramáticamente. Y sin embargo, Estados Unidos sigue aplicando este instrumento una y otra vez, como si repetir la misma estrategia fallida, eventualmente producirá resultados diferentes.
Esto no es estupidez, es el resultado de un sistema político, donde ciertos instrumentos de política son políticamente aceptables mientras que otros no lo son. Las sanciones permiten a los políticos estadounidenses parecer duros sin arriesgar vidas estadounidenses, permiten castigar a adversarios sin la necesidad de obtener aprobación del Congreso para acciones militares, permiten evitar las complejidades de la diplomacia genuina. Por estas razones, las sanciones se han convertido en el instrumento predeterminado de la política exterior estadounidense, utilizado promiscuamente contra un número creciente de países que representan una proporción cada vez mayor de la población y economía mundial.
Pero volvamos a Venezuela y la armada rusa. ¿Qué significa concretamente esta presencia naval? En términos militares directos, probablemente no tanto como algunos alarmistas sugieren. Los buques rusos que visitan Venezuela no representan una amenaza militar inmediata a Estados Unidos.
Rusia no está estableciendo bases permanentes con capacidad de lanzar ataques significativos contra territorio estadounidense. Lo que está haciendo es realizar lo que los militares llaman mostrar bandera, es decir, hacer visible su presencia, demostrar capacidad de proyectar poder a grandes distancias y enviar un mensaje político.
El mensaje es múltiple.
A Estados Unidos le dice, ustedes expandieron la OTAN hasta nuestras fronteras, colocaron sistemas de misiles en Polonia y Rumania, apoyaron revoluciones de color en nuestra periferia, así que nosotros podemos operar en su hemisferio también. A Venezuela le dice, no están solos, tienen un aliado poderoso que está dispuesto a mostrar apoyo público incluso frente a la hostilidad estadounidense. Al resto de América Latina le dice, existen alternativas, no tienen que aceptar pasivamente la hegemonía estadounidense.
Hay otros socios disponibles si están dispuestos a desafiar a Washington. Este último mensaje es particularmente importante porque América Latina ha experimentado una.transformación política significativa en años recientes. Después de un periodo en la década de 2000, cuando gobiernos de izquierda llegaron al poder en varios países, hubo un retroceso con gobiernos más conservadores y pro-estadounidenses tomando control.
Pero ahora estamos viendo otra ola de cambio político con líderes progresistas ganando elecciones en México, Colombia, Chile, Brasil y otros lugares. Estos nuevos gobiernos están buscando mayor autonomía de Estados Unidos. Están reviviendo mecanismos de integración regional latinoamericana como CELAC y están en diversos grados buscando relaciones más independientes con China, Rusia y otros poderes emergentes.
Venezuela, a pesar de todas sus dificultades internas, a pesar de la crisis económica y humanitaria que ha experimentado, sigue siendo simbólicamente importante en este contexto porque representa resistencia a la presión estadounidense.
El hecho de que el gobierno de Maduro haya sobrevivido años de sanciones devastadoras, múltiples intentos de golpe, reconocimiento estadounidense de un gobierno alternativo bajo Juan Guaidó y presión diplomática constante, todo esto envía un mensaje a otros líderes latinoamericanos. Es posible desafiar a Washington y sobrevivir, especialmente si encuentran aliados alternativos.
Ahora he hablado mucho sobre geopolítica y estrategia, pero necesitamos conectar esto con las realidades económicas subyacentes porque, en última instancia, todos estos conflictos geopolíticos están enraizados en el funcionamiento del sistema capitalista global y sus contradicciones inerentes. El capitalismo global está experimentando crisis múltiples y entrelazadas, crisis de sobreproducción, crisis de deuda, crisis ecológica, crisis de legitimidad política.
Estas crisis están generando tensiones que se manifiestan como conflictos geopolíticos. La competencia entre Estados Unidos y China, que es el eje central de la geopolítica contemporánea, es fundamentalmente una competencia entre dos centros de acumulación capitalista.
China ha emergido como la fábrica del mundo y ahora está tratando de ascender en la cadena de valor, desarrollar sus propias tecnologías avanzadas y establecer su propia esfera de influencia económica. Estados Unidos, sintiendo amenazada su posición dominante, está respondiendo con proteccionismo, guerras comerciales, restricciones tecnológicas y construcción de alianzas antichina.
Este conflicto estructura gran parte de la política internacional actual. Venezuela y la competencia por recursos energéticos son parte de esta imagen más grande. A medida que China crece, su demanda de energía crece.
China se ha convertido en el mayor importador de petróleo del mundo. Superando a Estados Unidos, China necesita asegurar acceso a recursos energéticos para sostener su crecimiento económico. Venezuela, con sus vastas reservas, es un proveedor potencial obvio.
De hecho, China ya es uno de los principales compradores de petróleo venezolano. Adquiriendo crudo a precios con descuento y proporcionando financiamiento al gobierno venezolano a cambio de futuros suministros de petróleo Rusia, por su parte, es un exportador masivo de energía y la energía es una de sus principales herramientas de influencia geopolítica.
La guerra en Ucrania ha sido en parte sobre el control de rutas de tránsito de gas natural hacia Europa y sobre si Europa permanecerá dependiente de energía rusa o encontrará alternativas.
Las sanciones occidentales a Rusia han intentado restringir sus exportaciones de energía pero esto simplemente ha empujado a Rusia a reorientar sus exportaciones hacia Asia, particularmente hacia China e India, profundizando la integración económica euroasiática y debilitando el dominio occidental sobre mercados energéticos globales. Todo esto está conectado a Venezuela, Rusia, China, Irán. Todos estos países están trabajando en diversos grados de coordinación para crear un orden económico internacional alternativo donde el poder estadounidense sea más limitado, no están haciendo esto por idealismo o porque comparten una ideología común, lo están haciendo porque cada uno por razones específicas ha llegado a la conclusión de que sus intereses no pueden ser adecuadamente satisfechos dentro del orden existente dominado por Estados Unidos.
Y aquí está la pregunta crucial que deberíamos hacernos. ¿Es este desafío al orden liderado por Estados Unidos algo necesariamente malo? Para responder esto, necesitamos examinar críticamente qué ha significado realmente el orden liderado por Estados Unidos para la mayoría de la humanidad.

Sí, ha habido un periodo de relativa paz entre grandes potencias desde 1945, aunque esa paz ha sido interrumpida por numerosas guerras proxie devastadoras en el mundo en desarrollo. Sí, ha habido expansión del comercio global y crecimiento económico, aunque ese crecimiento ha sido profundamente desigual y ha venido acompañado de crisis financieras, recurrentes y degradación ambiental acelerada.
El orden liderado por Estados Unidos también ha significado intervenciones militares repetidas, apoyo a dictaduras cuando convenía a intereses estadounidenses, imposición de programas de ajuste estructural que devastaron economías en desarrollo y un sistema de comercio e inversión diseñado para beneficiar desproporcionadamente a corporaciones multinacionales y a los países desarrollados.
Para muchos en el sur global, el orden liderado por Estados Unidos no ha sido benevolente ni ha promovido su desarrollo, sino que ha sido un mecanismo de extracción continua de riqueza y recursos.
Entonces, cuando vemos países como Venezuela buscando alternativas, cuando vemos la armada rusa en aguas caribeñas como símbolo de desafío a ese orden, debemos preguntarnos. ¿Desafío, desde qué perspectiva? Desde la perspectiva de Washington, esto es desestabilización del orden internacional basado en reglas. Pero desde la perspectiva de muchos, en América Latina, África y Asia, esas reglas nunca fueron negociadas equitativamente.
Esas reglas sirven principalmente a intereses occidentales y es hora de que esas reglas sean renegociadas o reemplazadas. Esto no significa que las alternativas propuestas por China, Rusia o cualquier otro poder emergente sean necesariamente más justas o más democráticas. China está construyendo su propia esfera de influencia a través de la iniciativa de la franja y la ruta y esa influencia viene con sus propias formas de condicionalidad y control Rusia persigue sus propios intereses imperiales en su periferia.
Ningún gran poder es puramente altruista. Pero lo que está emergiendo es un sistema más multipolar donde países más pequeños pueden tener más opciones.