Po Fernando Ortega, El Berguedá , Catalunya
La herida invisible del trabajo
Durante años, el trabajo fue sinónimo de dignidad. Ganarse la vida significaba construir, producir, sostener. Pero para demasiadas personas, ese mismo trabajo se convierte en la causa de su enfermedad, en la condena silenciosa que el sistema prefiere no mirar.
La enfermedad laboral es una herida invisible que atraviesa fábricas, oficinas y hospitales; una herida que rara vez obtiene nombre, reconocimiento o reparación.
La otra cara del esfuerzo
Cada jornada laboral deja rastros en el cuerpo: músculos agotados, pulmones saturados, piel dañada, nervios tensos.
Sin embargo, detrás de los diagnósticos individuales se esconde un patrón estructural. Según el Instituto Nacional de Seguridad y Salud en el Trabajo, cada año se registran en España más de 600.000 accidentes laborales.
Pero las enfermedades profesionales reconocidas no llegan ni al 10 % de lo que debería reflejar la realidad. La mayoría de los casos quedan enterrados bajo otros nombres, camuflados como dolencias comunes o simples “bajas médicas”.
Detrás de esas cifras están las manos que limpian con productos tóxicos, las espaldas que cargan sin descanso, los ojos que se deterioran frente a una pantalla, los pulmones que respiran amianto, polvo o disolventes.
Miles de personas que enferman haciendo exactamente aquello por lo que se ganan el pan.Cáncer y trabajo: una relación negada
El cáncer laboral es, quizá, el rostro más cruel de esta injusticia.
En España, se calcula que entre el 5 y el 8 % de los casos de cáncer están directamente vinculados con la exposición laboral a agentes cancerígenos. Pero menos del 1 % de ellos se reconoce como enfermedad profesional.
Cada diagnóstico de cáncer relacionado con el trabajo es también un fallo del sistema: alguien sabía que aquel material era peligroso, alguien omitió la información, alguien decidió no invertir en prevención.
La negligencia se vuelve política cuando los intereses económicos pesan más que la salud de quienes sostienen el país.
El amianto, prohibido desde 2002, sigue matando.
Miles de trabajadores del sector naval, ferroviario o de la construcción viven con esa sombra. Muchos han muerto sin reconocimiento alguno, sin indemnización, sin justicia. Y todavía hoy, los equipos de retirada del material trabajan expuestos, sin garantías suficientes.
El silencio institucional es el polvo que sigue flotando en el aire.Más allá del accidenteHablar de enfermedades laborales es ir más allá del accidente visible. Es reconocer que el trabajo enferma no solo por los golpes o las caídas, sino por el desgaste constante, por los ritmos imposibles, por la presión psicológica que descompone lentamente la salud mental de miles de empleados.
El estrés crónico, la ansiedad y la depresión son ya un mal estructural. El trabajo precario, las jornadas eternas y la inseguridad económica se han convertido en un cóctel explosivo que enferma la mente tanto como el cuerpo.
Pero mientras las mutuas y las empresas se desentienden, los diagnósticos se archivan como “problemas personales”. En el fondo, lo que falla no es el trabajador, sino un modelo laboral que exprime y desecha.
El muro del silencio
El sistema no solo produce enfermedad: también fabrica silencio. Muchos trabajadores evitan denunciar por miedo a represalias o al despido. Otros ni siquiera saben que su dolencia puede tener origen laboral.
La falta de información, el laberinto burocrático y la complicidad de las mutuas hacen el resto.
El reconocimiento oficial de una enfermedad profesional no es un detalle administrativo: implica derechos, prestaciones y responsabilidades empresariales, por eso se obstaculiza. Porque reconocer sería admitir que detrás de cada cáncer, de cada lesión crónica, hay un entorno laboral que falló.
Un problema político, no técnico
Las enfermedades laborales no son un fallo médico, son una injusticia política. Hablan de prioridades: de cuánto vale una vida frente a un balance trimestral.
Hablan de una cultura del trabajo que idolatra la productividad y desprecia el bienestar. De gobiernos que legislan mirando a los lobbies y de empresas que miden la salud en términos de rentabilidad.
Mientras tanto, las instituciones encargadas de proteger la salud laboral están desbordadas, infrafinanciadas o capturadas por los intereses que deberían vigilar.
La Inspección de Trabajo tiene medios limitados, los registros oficiales son incompletos y el sistema de mutuas funciona, en demasiadas ocasiones, como un muro que protege a las empresas, no a las personas trabajadoras.
Las nuevas enfermedades del siglo XXILa precariedad moderna genera sus propias patologías. Dolencias musculares por el teletrabajo sin condiciones ergonómicas, burnout crónico en los servicios públicos, alergias y asma en la industria química, problemas auditivos y visuales por exposición constante a pantallas o ruido…Y, sin embargo, seguimos llamando “riesgo laboral” solo a lo que se puede medir con un casco o un arnés.
La frontera entre salud física y mental se difumina, las cifras de bajas por ansiedad o depresión crecen cada año. Pero el reconocimiento de la salud mental como parte integral del entorno laboral avanza con una lentitud desesperante.
El sistema sigue tratando la enfermedad mental como un asunto privado, no como el reflejo de una estructura que enferma a quien la habita.Justicia para quienes sostienen el mundoHablar de enfermedades laborales es hablar de justicia social.
No es una estadística, es una deuda pendiente con miles de personas que enfermaron trabajando, que dieron su salud a un sistema que no les devolvió ni gratitud ni amparo.
El trabajo no debería costar la salud.
No debería ser un espacio de sacrificio, sino de dignidad, la salud laboral no puede seguir siendo una nota al pie en los planes de empresa ni un trámite burocrático. Debe convertirse en una prioridad política y ética: proteger la vida de quienes sostienen el mundo con sus manos, sus cuerpos y su tiempo.
Una cultura del cuidado
La transformación empieza por cambiar la mirada, asumir que la salud en el trabajo no se mide solo en bajas o accidentes, sino en calidad de vida, bienestar y respeto.
Significa exigir transparencia, control y justicia reparadora. Significa escuchar a quienes han sido silenciados, reconocer su dolor y convertirlo en motor de cambio. Porque no hay progreso posible si el precio es la enfermedad de quienes lo hacen realidad. Porque el trabajo digno no puede existir donde el cuerpo se rompe y la mente se apaga. Y porque toda sociedad se mide por cómo cuida —o abandona— a quienes la sostienen.
