Por Fernando Ortega , El Berguedá Catalunya.
En Marathwada, una de las regiones más castigadas por la sequía en India, la falta de agua no es solo un problema: es una condena. Durante décadas, miles de agricultores vieron cómo sus campos se secaban, sus deudas crecían y demasiados optaban por el suicidio ante la desesperanza.
El agua, o mejor dicho su ausencia, marcaba el destino de las familias, de las aldeas y de generaciones enteras. En ese paisaje de resignación, un agricultor, Gajanan Jagannath Mane, decidió rebelarse.
Con sus propias manos y el apoyo de unos pocos vecinos, comenzó a excavar zanjas y estanques en su parcela para recoger la lluvia. Recuperó técnicas tradicionales de watershed management (Manejo de cuencas hidráulicas) y las combinó con ideas nuevas: plantar árboles para retener la humedad, trazar canales naturales para guiar el agua y mejorar los suelos.
Al principio lo llamaron loco. ¿Cómo iba a luchar un hombre contra la sequía? Pero cuando llegaron las primeras lluvias, su parcela se mantuvo verde mientras las demás se secaban. Ese pequeño milagro fue imposible de ignorar. Pronto, la comunidad entera se unió para replicar el modelo: cavar embalses comunitarios, restaurar colinas erosionadas, regenerar la tierra y compartir el agua como un bien común.
El impacto material fue evidente: regresaron los cultivos, las mujeres dejaron de caminar kilómetros en busca de agua y los niños volvieron a la escuela. Pero lo más profundo no fue lo que cambió en los campos, sino lo que cambió en la gente.
La aldea pasó de la desconfianza a la cooperación. Donde antes cada familia luchaba sola por sobrevivir, ahora todos trabajaban juntos. Compartir el agua se convirtió en compartir un futuro. La solidaridad se hizo cotidiana: hombres y mujeres, jóvenes y ancianos, encontraron en las zanjas y en los árboles un lugar para reencontrarse como comunidad.
Ese cambio también se reflejó en la autoestima colectiva. Ya no eran víctimas condenadas a esperar la ayuda externa o la limosna del Estado. Descubrieron que tenían en sus manos la capacidad de transformar su destino.
La sequía, que durante años había sido símbolo de impotencia, se convirtió en el terreno donde nació la dignidad. La esperanza volvió a tener rostro: el de las mujeres que ahora podían decidir sobre el uso del agua; el de los niños que regresaban a la escuela con la certeza de que tendrían un mañana; el de los jóvenes que ya no veían en la migración la única salida, sino que soñaban con quedarse para construir algo nuevo.

Y ese cambio social trascendió los límites de la aldea. Vecinos de otras comunidades se acercaron a aprender, a copiar el modelo, a llevarse un poco de esa lluvia sembrada con esfuerzo humano. Las autoridades locales, que al principio observaban con escepticismo, empezaron a reconocer el valor de una iniciativa que ni grandes planes de gobierno ni costosos proyectos internacionales habían conseguido.
Mane y sus vecinos demostraron que el conocimiento local, cuando se activa colectivamente, puede ser más poderoso que cualquier infraestructura millonaria.
El agua, que antes dividía, ahora unía. Los conflictos por el acceso a los pozos se transformaron en asambleas comunitarias para decidir cómo repartirla de forma justa.
El recurso más escaso se convirtió en la mejor escuela de democracia y de solidaridad. En cada zanja abierta y en cada árbol plantado había más que un gesto ambiental: había un pacto social renovado. Mane no fundó una gran ONG ni esperó a que llegara la cooperación internacional. Su revolución fue silenciosa, hecha de palas, paciencia y perseverancia. Pero lo que comenzó como la decisión obstinada de un hombre acabó sembrando un renacimiento social: la conciencia de que, incluso en las tierras más secas, puede florecer la esperanza si se cultiva en común.
Hoy, cuando las crisis climáticas nos hacen sentir pequeños, su historia nos recuerda algo esencial: resistir también es sembrar futuro. Porque cuando el agua vuelve a fluir, no solo se llenan los pozos: se llena de vida la comunidad entera.
