50 AÑOS DESPUÉS.

Por Fernando Ortega; El Berguedá, Catalunya

27 de septiembre: «Cuando la memoria se convierte en arma»

El 27 de septiembre de 1975, a apenas dos meses de la muerte de Franco, el régimen fusiló a cinco militantes antifascistas: José Humberto Baena, Ramón García Sanz y José Luis Sánchez Bravo, del FRAP; y Juan Paredes Manot, “Txiki”, y Ángel Otaegi, de ETA político-militar.

No fueron los últimos estertores de una dictadura moribunda, sino su enésima demostración de fuerza y terror. Franco quiso morir matando, dejando claro que el franquismo no se caería solo: había que derribarlo.Cincuenta años después, la herida sigue abierta.

No hubo justicia, no hubo reparación, no hubo verdad. Los consejos de guerra que los condenaron fueron parodias jurídicas, juicios sin garantías donde la sentencia estaba escrita de antemano. Los verdugos nunca fueron juzgados, las familias nunca recibieron reparación, y el Estado español siguió su camino con una “transición modélica” construida sobre la amnesia y el pacto de silencio.

La memoria como trinchera

Durante décadas, la versión oficial quiso reducir a aquellos hombres a “terroristas”.

El relato de los vencedores buscó borrar lo esencial: que eran militantes políticos, hijos de una clase obrera que luchaba contra la explotación, contra la represión, contra una dictadura que negaba derechos elementales.No luchaban solo por una bandera, sino por pan, trabajo, dignidad y libertad.

Esa es la verdad que duele a quienes todavía hoy temen la memoria.La memoria no es un acto nostálgico ni un ejercicio académico.

La memoria es trinchera. Es militancia.

Recordar a Baena, Sánchez Bravo, García Sanz, Txiki y Otaegi no es colocarlos en un pedestal distante, sino reconocer en ellos un espejo incómodo: el de quienes no se resignaron, el de quienes pagaron con su vida el precio de la coherencia.

La continuidad del franquismo

El 50 aniversario nos obliga a señalar lo obvio: el franquismo no terminó en 1975. Mutó, se camufló, se adaptó. Los jueces que firmaron sentencias de muerte siguieron en sus cargos. Los torturadores de la Brigada Político-Social se jubilaron con medallas y pensiones.

Los empresarios que se enriquecieron con la dictadura se consolidaron como élites de la democracia. Y los crímenes, todos los crímenes, siguen impunes gracias a una Ley de Amnistía convertida en muro de silencio.

Mientras tanto, las familias de los fusilados continúan exigiendo verdad y justicia. Medio siglo después, la democracia española sigue siendo incapaz de juzgar sus propios crímenes fundacionales.

Vigencia de la luchaCincuenta años no borran la vigencia de aquel combate. Hoy, en un país donde crecen discursos de odio, donde la ultraderecha ocupa parlamentos y platós, donde la precariedad vuelve a condenar a millones de trabajadores, la memoria de los fusilados no pertenece al pasado: pertenece al presente.

Hablar de ellos es hablar de los migrantes perseguidos, de las mujeres que todavía deben pelear por su libertad, de los sindicalistas represaliados, de quienes son criminalizados por protestar. Su grito no quedó en el cementerio: resuena en cada lucha contra la injusticia.Un deber militantePor eso este 27 de septiembre no es un homenaje más.

Es un deber militante.

Decir sus nombres en voz alta, recordar sus rostros, contar su historia, no es un gesto simbólico: es un acto de combate contra el olvido que sostiene a los poderosos.

Porque la memoria que no incomoda es museo. La memoria que interpela, que moviliza, que denuncia, es arma. Cincuenta años después, José Humberto, Ramón, José Luis, Txiki y Ángel siguen presentes.No como mártires lejanos, sino como compañeros de camino.

Porque ellos cayeron, pero su lucha nos toca continuarla.

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